La noticia casi exhala el hedor de las cloacas de la historia. El Tribunal Supremo Administrativo de Egipto ratificó el sábado una sentencia que exige la retirada de la ciudadanía a los varones egipcios casados con mujeres israelís. El dictamen llega en pleno revuelo por el asalto israelí a la Flotilla de la Libertad y pone de manifiesto las dos máscaras con las que Egipto gestiona su relación con Israel.

Las relaciones institucionales son excelentes, algunos dirían que inmejorables, pero cuando el dinero o la seguridad desaparecen de la ecuación, El Cairo sigue frenando la normaliza- ción. En esta ocasión, sin embargo, el Gobierno egipcio ha intentado frenar la controvertida sentencia, aprobada inicialmente por un tribunal de primera instancia. El ministerio del Interior apeló al Supremo pero su recurso fue desestimado. "Lo considero una victoria contra el sionismo y contra los jóvenes aventureros que van a casarse a Israel", dijo a la agencia Efe el abogado al frente de la demanda, Nabih al Walesh.

El dictamen distingue entre la población judía y árabe de Israel, y solo afectará a la primera. La explicación está contenida en la sentencia de la corte de primera instancia: "Los árabes de 1948 que viven dentro de la Línea Verde son palestinos bajo ocupación".

Gas a buen precio

Egipto fue el primer país árabe en firmar la paz con Israel en 1979 tras perder cuatro guerras con el Estado judío. Con el tiempo, sus relaciones han ido estrechándose, tanto que hace unos meses el embajador israelí en El Cairo, Shalom Cohen, aseguró que "la cooperación en temas de seguridad ha alcanzado un nivel sin precedentes". Y es que además del apadrinamiento de EE UU, les unen enemigos comunes, como Hamás, Irán o Hizbulá. El símbolo de esa sociedad es el bloqueo de Gaza o el gas que Egipto le vende a Israel a precios ventajosos.

Pero ese idilio se rompe de puertas afuera. Para salvar la cara ante una población muy sensibilizada con la causa palestina, el régimen del presidente egipcio, Hosni Mubarak, que gobierna a golpe de leyes de emergencia desde 1981, mantiene intacta la vieja política de antinormalización con Israel. Cuando se trata de organizar un festival de música, una conferencia interreligiosa o un debate literario, trata al Estado judío como un apestado.

Eso se vio a principios de año, cuando la editora Hala Mustafá estuvo a punto de ser excomunicada profesionalmente por invitar a su casa al embajador Cohen. Poco antes, el sindicato de periodistas egipcio había inhabilitado durante tres meses al periodista y traductor de literatura hebrea, Hussein Saraj, por viajar a Israel en más de 20 ocasiones.

Quien no pisa el Estado judío es Mubarak. Solo lo hizo para asistir al funeral de Isaac Rabin en 1995. En cambio, sí recibe a menudo al presidente israelí, Shimon Peres, o al primer ministro, Binyamin Netanyahu. Su actitud saca de quicio a algunos políticos israelís. Hace un par de años, ese sentimiento lo expresó con su elegancia habitual el hoy canciller, Avigdor Lieberman. "Si quiere hablar con nosotros, que venga aquí; si no quiere venir, que se vaya al infierno".