Las fuerzas de seguridad mauritanas han instalado ocho puntos de control en la carretera Nuadibú-Nuakchot, por la que transitaba el convoy de cooperantes catalanes que fue atacado en noviembre del 2009. Hoy, ser un occidental --incluso uno con pasaporte mexicano-- en esta zona es una ventaja: en ocho ocasiones debí entregar el documento de viaje con visado y explicar qué me traía por aquí, pero mi equipaje nunca debió someterse a inspección. A los demás pasajeros del transporte público que nos trasladaba, en cambio, les obligaron a vaciar sus maletas, bolsas de plástico y revoltijos de ropa. Los guardias se mostraban groseros y prepotentes, pretendiendo hallar pretextos --muy vagos-- para retener las propiedades de alguno y jugar a que le hacían perder el vehículo, con el fin de sacarle una mordida. "Es por tu seguridad", me dijo en francés una anciana muy amable.

No me revisaron porque no soy sospechoso de llevar armas y, sobre todo, porque ya pesa demasiado que Al Qaeda haya espantado a los extranjeros que pasaban por aquí. El Gobierno no se ha cansado de explicar que la zona de operación de los terroristas está bastante lejos en el Sáhara y que su incursión hasta la costa atlántica fue excepcional. Pero es más fácil hacer florecer el desierto mauritano que curarles el susto a los turistas.

Y los vecinos lo complican todo. Crucé desde el Sáhara Occidental, donde pude moverme a pesar de que el Gobierno marroquí lo cerró a periodistas como yo y, con alguna laxitud, a los foráneos en general, lo que significa que muy pocos overlanders --viajeros terrestres de largo aliento-- estaban bajando desde el norte. Y hacia el sur, el paso estaba semibloqueado debido a los onerosos impuestos que Senegal cobra desde hace pocos años a la entrada de vehículos extranjeros, así como a la corrupta burocracia de los puestos fronterizos de Rosso.

La alternativa era girar hacia oriente, por los hostiles caminos del desierto hacia Malí, de donde se teme que venga Al Qaeda.

Porque Mauritania, a fin de cuentas, es país de tránsito. Juan Rulfo lo encontraría novelable, porque nadie parece venir aquí: es el obstáculo a salvar, el mal paso necesario al que hay que darle prisa.

Es una pena, porque el turismo es una de sus muy escasas alternativas económicas y, al cumplir 50 años de independencia en el 2010, nunca ha logrado desarrollarlo. Con una extensión equivalente a dos veces España, un 75% de su territorio es desierto, desierto verdaderamente salvaje, de ese que atrae a los aventureros, con dunas gigantescas y antiguas poblaciones de autenticidad medieval.

Lo otro son sus playas: lo que en las islas Canarias se extiende por unos pocos tramos sobrepoblados acá son cientos de kilómetros, vírgenes y solitarios, expuestos a los navegantes que las usan como basurero; (refugios de aves migratorias quedan atrapados entre cementerios de barcos de deshecho y anticuadas industrias).

Visitantes no deseados

Más allá de las culpas de vecinos y visitantes indeseados, los generales mauritanos se han encargado de mantener un país con muy escasos recursos asolado por golpes de Estado, motines y asesinatos. A esto hay que sumar una sociedad estratificada en castas, donde los moros árabes están por arriba de los moros negros, y estos por encima de los negros negros; en donde persisten la esclavitud y costumbres como la de forzar la alimentación de las chicas mauritanas para que engorden y se casen, ya que, dice la tradición, las dimensiones de una mujer indican el tamaño que ocupará en el corazón de su marido. Pocas veces como esta he sentido que me encuentro en un lugar sin esperanza: a veces faltan recursos, pero hay voluntad; otras es al revés. Tuve la impresión de que aquí no hay nada.

Antes, en Nuadibú, había conocido a Mussa, un joven despierto que chapurrea el castellano prometedoramente (pronto lo hablará muy bien) y que me ofreció sus servicios de guía con claridad que agradecí: de aquí a acá se paga; lo demás es cortesía. En varias ocasiones ha colaborado con oenegés españolas que llevan ayuda, y así me pude quitar de la cabeza los comentarios cínicos que dijeron que los cooperantes que fueron atacados no llevaban más que dos latas de sardinas. "La economía no existe aquí ni los empleos", dijo el muchacho. "Los productos que traen las caravanas solidarias cambian las cosas a mucha gente".

¿Creía Mussa que su país podía llegar a algún lado? Me devolvió una mirada vaga en la que creí leer muchas cosas. Medio siglo de independencia no significaba algo muy claro para él. Pensé que sí, que podía ser una abstracción con poco sentido. Fue más concreto, en cambio, el mensaje implícito que envió cuando le pregunté por qué había dejado los estudios: "¿No conoces la escuela mauritana? No sirve para nada. Lo haré mejor solo".