Se han levantado cientos de voces conservadoras -y progresistas- contra una película que no han visto: Joker, dirigida por Todd Philips y con Joaquin Phoenix en el papel del malvado. Les acusan de haber construido un psicópata carismático que podría generar imitadores en estos tiempos de tiroteos masivos. También sostienen algunos que los videojuegos son responsables de la violencia en Estados Unidos. No se preguntan si la interpretación laxa de la segunda enmienda y el negocio de la venta libre de armas de fuego, incluidos los rifles de asalto, tiene algo que ver con las matanzas en escuelas y centros comerciales.

La organización Gun Violence Archive ha contabilizado hasta el 1 de septiembre 283 ataques masivos. Más de uno al día. EEUU es el único país rico con este problema pese a que en otros se venden videojuegos y se ven las mismas películas sin que afecte a la seguridad pública.

No gusta que el personaje de Joaquin Phoenix resulte atractivo, ni que el Gotham de la ficción se parezca tanto al Nueva York actual, convertido en una ciudad fría, sin piedad, en la que el dinero decide si se vive en un paraíso o un infierno. Necesitamos que los malos como el nazi Adolf Eichmann, uno de los ejecutores de la solución final, el asesinato sistemático de más de 11 millones de personas, entre ellos seis millones de judíos, sean de una maldad rotunda, sin fisuras, para sentirnos a salvo, y creer que el mal no depende de las circunstancias, que la educación y la cultura nos protegen contra el monstruo interior.

La banalidad del mal

Hannah Arendt desmontó esta coartada buenista en su libro sobre la banalidad del mal, de cómo el jerarca nazi solo fue un burócrata frío y eficaz en la organización de los transportes hacia los campos de exterminio. Otro libro, No mataría ni a una mosca, de Slavenka Drakulic, explora sobre el mismo asunto en los crímenes cometidos en la antigua Yugoslavia.

Tampoco gustó el filme El hundimiento con Bruno Ganz en el papel de Hitler. Le acusaron de humanizar a uno de los mayores asesinos del siglo XX, empatado con Stalin. Nos incomoda que tengan momentos en los que son como nosotros, quizá porque algún día, en la escala que sea, podamos ser como ellos, aunque solo durante cinco minutos de locura. En la celebrada La lista de Schindler, uno de los guardas de Birkenau acaricia la cabeza de una niña que baja del tren camino hacia la muerte, mientras que a sus espaldas una chimenea escupe cenizas.

EEUU tiene un presidente mentiroso que ha volado por los aires todos los protocolos de cómo debe comportarse una autoridad competente. El último mandatario perverso, Richard Nixon, tenía dos caras; la privada del autócrata colérico, y la pública de político honesto y ganador. Donald Trump no se molesta en disimular: critica, insulta, ataca a otros poderes del Estado, y a los medios de comunicación a los que tilda de traidores. EEUU sufre un presidente que agita el odio a los migrantes como arma electoral, que señala a tres mujeres congresistas demócratas para mandarlas de vuelta a sus países pese a que son tan estadounidenses como él.

El problema no es el Joker, un personaje de ficción, ni el actor que lo encarna en una versión brillante. La clave es que nos muestra un mundo parecido al nuestro, con sus desigualdades brutales en el que abundan las personas invisibles, a las que nadie ve ni atiende. Está situada en el siglo XX, pero podría ser este 2019 que camina entre fanfarrias hacia el abismo. Hay una democracia menguante, erosionada por unas tecnologías que deberían haberla potenciado, sometida al poder de unos mercados que se quitaron la careta de Hanibal Lecter tras la crisis de 2008, o quizá antes, en la caída del muro de Berlín, cuando se esfumó la fantasía de un mundo feliz al otro lado del muro.

Sin rivales, con los antiguos faros comunistas de China y Rusia reconvertidos en regímenes capitalistas salvajes, sin un átomo de libertad individual, solo queda corregir nuestra anomalía democrática, limitar la libertad de expresión que aún disfrutamos y neutralizar los contrapesos de poder que tanto incomodan a los presidentes y primeros ministros con alma autócrata.

Nos queda un consuelo: Arthur Fleck, el personaje de Joker, toma siete tipos de medicación contra sus impulsos asesinos. Se trata de un guiño para que podamos exclamar: «Nada de esto tiene que ver conmigo».

No sé si fue Platón el que dijo que si desatendemos nuestra obligación ciudadana de vigilancia del poder nos gobernarán los mediocres.