Hace solo una semana el cruce de la Avenida Chicago con la calle 38 en el sur de Mineápolis no habría tenido nada que lo hiciera particularmente llamativo o diferente a millones más en cualquier barrio popular de casas bajas de cualquier ciudad de Estados Unidos. Un colmado en una esquina, una gasolinera, un restaurante asiático... Hoy el asfalto está abarrotado de flores, de velas y de mensajes escritos en tizas de colores y pequeñas pancartas, las paredes decoradas con murales y pintadas y en una de las barricadas improvisadas que cierran el lugar al tráfico se ha colocado un mensaje: «lugar sagrado».

Aquí hace una semana, el lunes 25 de mayo, George Floyd, un hombre negro de 46 años sospechoso de haber usado un billete falso de 20 dólares para comprar cigarrillos en Cup Foods, fue arrestado por la policía. Aquí pasó ocho minutos y 46 segundos tumbado en el suelo, ya esposado, con una rodilla uniformada sobre su cuello y acompañado por la pasividad de otros tres agentes mientras a duras penas los primeros cinco minutos, antes de perder el conocimiento, lograba decir «no puedo respirar», «me estás matando» o lloraba mencionando a su madre. Y aquí, así, empezó un terremoto que lleva siete días sacudiendo todo el país y, con especial intensidad, la ciudad. A este nuevo altar con espacio ya asegurado en el mapa histórico de las luchas raciales de EEUU llegaba desde Brooklyn ayer Terrence Floyd «para sentir en el memorial el espíritu de su hermano» mayor. Y era uno de los momentos de agudo dolor público que se han vivido durante toda la semana en Mineápolis, una ciudad que ha salido del letargo forzado por el coronavirus conforme las calles se han llenado de protesta, de reivindicación y lágrimas, y también de episodios de violencia, destrucción y enfrentamiento.

El viernes fue arrestado e imputado con cargos de homicidio imprudente Derek Chauvin, el agente que apretó su rodilla sobre el cuello de Floyd y que tiene ya 16 quejas en su contra en su historial y ha participado en tres tiroteos, incluyendo uno mortal, pero los otros tres agentes siguen libres. Y aunque el gobernador demócrata, Tim Walz, ha puesto al frente del caso al fiscal del estado, Keith Ellison, relegando al fiscal del condado cuya lenta reacción indignó a la comunidad, la idea de Walz de que «hay que asegurar que se restaura la confianza y que el proceso funciona para la gente» es por ahora solo una aspiración. La falta de confianza en las autoridades y el hartazgo fueron combustible para las protestas, que cobraron rápida intensidad.

Protestas

Y miles de manifestantes eran pacíficos, pero empezaron también episodios de vandalismo, saqueos e incendios provocados que en una semana han dejado al menos 270 negocios afectados, incluyendo algunos hechos escombros o cenizas, tanto en Minneapolis como en la gemela ciudad de St. Pau. En la ciudad se impuso el toque de queda desde el viernes, aunque ayer se redujo dos horas, y la actuación de distintos cuerpos de policía locales, reforzada con militares reservistas de la Guardia Nacional, se ha hecho radical e implacable el fin de semana, frenando la destrucción pero a la vez disparando la tensión.