Tras casi 50 años como líder máximo de Cuba, Fidel Castro anuncia su jubilación en medio de una enconada controversia sobre el significado y el carácter de su poder. Retorna el dilema del derrumbe del régimen o del castrismo sin Castro, de la apertura más o menos controlada, aunque solo sea de carácter económico, para remediar la situación caótica de los servicios, la penuria crónica y el desencanto devastador. Y hasta se postulan los gestores de un partido único en transición, presidiendo contradictoriamente un incipiente pluralismo.

Sus partidarios lo ensalzan como el libertador de la isla, comandante victorioso y campeón del combate contra el imperialismo, pero sus detractores lo vituperan como un déspota violento que encerró al país en un círculo de opresión y miseria. En la frialdad de la cronología aparece como un liberal pasado a la guerrilla y la revolución, un actor importante de la guerra fría, líder de una dictadura comunista y superviviente de la hostilidad empecinada de 10 presidentes norteamericanos.

Jóvenes burgueses

En sus orígenes, el castrismo fue un movimiento de liberación contra la dictadura de Fulgencio Batista, dirigido por un grupo de jóvenes de extracción burguesa que se radicalizó en la guerrilla de la Sierra Maestra y, tras la toma del poder, aplicó un nacionalismo reivindicativo e intransigente que le granjeó la enemistad de EEUU, que en un primer momento había celebrado la hazaña de los barbudos y románticos guerrilleros. Un periodo clausurado con la estrepitosa derrota en bahía Cochinos de la expedición contrarrevolucionaria patrocinada por la CIA (1961).

Castro llegó al poder sin una doctrina previa, ajeno al dogma marxista-leninista de que no hay revolución sin teoría revolucionaria, de manera que el régimen elaboró sus mitos en correspondencia dialéctica con su práctica política. Por lo tanto, el líder máximo suscita escaso interés como pensador o teórico, pero fue el conductor de una excepcional experiencia política de medio siglo, realzada por el enfrentamiento con la primera potencia mundial, y exhibió dotes innegables de astucia, liderazgo y oportunismo.

En su primera etapa, el régimen exaltó los incentivos morales preconizados por Ernesto Che Guevara para la creación de un nuevo hombre a través de la escuela y el trabajo, al mismo tiempo que se convirtió en adalid continental de la liberación frente al imperialismo de EEUU, predicando la quimérica creación de "varios Vietnam". Pero el impulso revolucionario sobrevivió a los rigores de la guerra fría y quedó frenado por el acuerdo Kennedy-Jruschov, sellado a espaldas de Castro, en octubre de 1962. Jruschov retiró los misiles y Kennedy se comprometió a no invadir la isla, bajo protección soviética. El movimiento liberador devino partido comunista.

Soberanía y justicia social

Castro se instaló en el mimetismo soviético y organizó la supervivencia del régimen --patria o muerte-- con una legitimación simbólica que descansó en un principio llevado hasta sus últimas consecuencias: la libertad política fue sacrificada en aras de la soberanía nacional y la justicia social, en su modalidad de distribución del ingreso, como señaló Rafael Rojas en uno de los mejores análisis del fenómeno, de manera que los valores liberales y democráticos fueron denigrados como contrarrevolucionarios o anexionistas y sistemáticamente sofocados. La dictadura ideológica generó un culto de la personalidad que persiste en el ocaso.

La pervivencia del castrismo sería incomprensible sin las borrascosas relaciones con EEUU. La única opción de los 10 presidentes norteamericanos fue mantener cuando no reforzar el aislamiento comercial, iniciado en 1960 por Eisenhower, y una diplomacia del garrote adaptada a nuestra época con la añagaza de la solidaridad democrática. La ley Helms-Burton (1996), vuelta de tuerca del embargo, fue el último subproducto de las pulsiones irracionales que suscita en EEUU la supervivencia del comunismo a 100 kilómetros de Florida, exacerbadas por la impaciencia y el radicalismo de los exiliados. La retórica cainita perpetuó el inmovilismo del régimen. Las dictaduras no se derriban con sanciones económicas, que golpean a los más afligidos, sino con la apertura y los contactos que socavan sus cimientos.

La perestroika de Gorbachov tuvo los efectos de un ciclón. "Este no es solo el período más difícil de la revolución, sino el periodo más difícil de la historia de Cuba", proclamó Castro el 29 de diciembre de 1991, cuatro días después de la desintegración de la URSS. La situación se degradó hasta extremos sin precedentes de pobreza, de opción cero y glaciación política. El comandante improvisó un viraje ideológico que le llevó a recalar en el modelo chino de "un país, dos sistemas", una transacción con el capitalismo mediante las empresas mixtas, el turismo y el dólar.

El choque con la realidad

La irritación popular alcanzó su cénit en agosto de 1994 con la "crisis de los balseros", cuando más de 30.000 cubanos, desafiando toda clase de peligros, huyeron hacia Miami, la meca del éxito, pero también del fracaso y la nostalgia. La válvula de escape del exilio, promovida con un cinismo atroz, situó fuera de la isla a más de dos millones de cubanos en medio siglo. Las añejas fantasías liberadoras no resistieron el choque con una realidad tan sombría y la legitimidad del régimen entró en un ocaso definitivo.

Será difícil que la historia absuelva a Castro de haber aclimatado al trópico algunos males del siglo XX: la represión, los juicios estalinistas, el desastre económico y el inicuo despotismo sobre las necesidades. La hostilidad de EEUU fue un atenuante utilizado como pretexto. Al sacrificar la libertad y la democracia a los valores de igualdad y justicia, en una falsa dicotomía, el castrismo quedó sin referencias axiológicas y acabó como administrador de la penuria.