Después de veinte minutos de recorrido, la vieja furgoneta gris se desvía de la carretera principal y coge un camino pedregoso adentrándose en Sudal, una aldea vecina de la ciudad de Bhaktapur, uno de los destinos turísticos más importantes de Nepal, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde 1979 y situada a unos 15 kilómetros de Katmandú. A Sudal, sin embargo, no llegan los turistas; no hay nada que ver. El paisaje es gris y desolador. Hasta donde alcanza la vista se extienden muros de ladrillos, de un metro y medio de altura, que crean formas que vistas desde arriba recuerdan a las ruinas de las ciudades romanas. Altas chimeneas con forma de botella escupen de forma ininterrumpida un humo blanco y denso, mientras debajo suyo montañas de ladrillos se secan al sol. La nube de polvo es permanente, enturbia la vista y dificulta la respiración. En estas fábricas muchos niños pasan horas trabajando cada día por muy poco dinero y en condiciones insalubres.

Entre todos estos muros, las casas de los trabajadores de esta fábrica de ladrillos son difíciles de reconocer. Son construcciones pequeñas, sin ventanas, con techos de chapa y paja. Las paredes son de tochos prestados, ningún cemento los une. Cuando termine la estación seca y la fábrica deje de funcionar los ladrillos de estas casas también se venderán.

La furgoneta se detiene en el centro escolar de la factoría, un edificio de tres plantas de color salmón situado en el único montículo con algo de vegetación de la zona, y financiado por el sindicato de trabajadores. El pequeño equipo médico del Child Watabaran Center Nepal (CWCN), una organización que trabaja en la atención a los menores en riesgo de exclusión, descarga las cajas con medicinas y las coloca en una pequeña aula que hoy servirá de consulta médica. A los pocos minutos se forma una larga cola de mujeres que esperan a que sus hijos sean atendidos. El sindicato y el CWCN han conseguido que el dueño les dé un descanso para venir, aunque muchos niños vienen solos.

Temporada de lluvias

Sudip, el joven farmacéutico, se atavía con su bata blanca, se ajusta las gafas y se coloca el estetoscopio en el cuello; a lo largo de la mañana atenderá a más de ochenta niños y niñas. “La última vez que vinimos a esta fábrica, hace tres días, comprobamos que el 95% de los niños estaban enfermos. Por eso estamos aquí”, dice Unnati Koirala, coordinadora del programa. “Nuestras visitas se centran principalmente en las fábricas de ladrillos, ya que estos son sitios muy vulnerables. Los padres trabajan todo el día y los niños quedan desatendidos, cuidando de sus hermanos en casa o trabajando en la misma fábrica”, asegura. La malnutrición, los problemas respiratorios y el frío son las principales causas de las dolencias de los menores.

Según un informe del año 2016, las más de 750 fábricas de ladrillos en Nepal emplean a unas 200.000 personas cada año, de las cuales un 16% son menores, unos 32.000. Llegan en octubre con sus familias y se quedan hasta mayo, cuando las fábricas cierran por la temporada de lluvias. La mayoría de ellos proceden de las zonas rurales de Nepal o de la región de Bihar, en India, una de las áreas más pobres del país vecino y limítrofe con Nepal.

Su jornada empieza a las dos de la mañana, cuando es más fácil fabricar los ladrillos, y se extiende durante cerca de 12 horas, a veces incluso más. Fabrican los tochos al aire libre, introduciendo la mezcla de arcilla en un molde que posteriormente se secará con el calor del sol, y después de cocinarlos a alta temperatura los transportan a un inmenso almacén donde los camiones los cargan para satisfacer la amplia demanda posterior al terremoto que devastó el país en 2015. La reconstrucción es ahora más intensa que nunca, y la producción de ladrillos también.

Anju tiene 19 años y un hijo de dos años y medio. Es una chica menuda, con cara de niña y expresión de cansancio. Trabaja cargando ladrillos por un salario de unas 300 rupias al día -menos de tres euros-, igual que su marido. Cuantos más ladrillos cargue, más le pagarán. Por eso, algunos padres deciden llevar a sus hijos al trabajo en vez de a la escuela; su ayuda contribuirá a recibir un salario más alto al final del día. “Algunos días tenemos diez alumnos, otros tenemos cinco”, se lamenta Rosni Shrestha, profesora del centro. Para los niños, acudir a estos centros es fundamental para seguir con su educación mientras dure la temporada seca y para aprobar los exámenes en sus aldeas de origen cuando vuelvan en los meses de lluvia.

Ravi, el conductor de la furgoneta y asistente del equipo médico, carga ahora con un saco de tela verde con pantalones de chándal que ayudarán a soportar mejor el frío a los más pequeños. Coloca el saco en el vestíbulo de la escuela, mientras fuera la multitud se agolpa esperando a que Rosni grite el nombre del niño o niña que debe recogerla. Uno a uno, van pasando tímidamente a por su recompensa.

Edificio de piedra

Con el reparto hecho, la furgoneta se pone de nuevo en marcha para recorrer los trescientos metros que la separan de la siguiente fábrica. El equipo se adentra ahora en un edificio de piedra y ladrillo con pequeñas habitaciones dispuestas a lo largo de un pasillo ancho y oscuro. Parece abandonado, pero aquí viven algunos trabajadores de la fábrica. “En cada habitación viven unas cinco o seis personas”, explica Sudip mientras carga con la caja de medicinas en el brazo. Dos fogones de gas en el suelo, un par de colchas de plástico y algunas mantas es todo lo que tienen.

La consulta se instala en el tejado del edificio. Sudip se sienta en el suelo y los niños hacen cola para pasar el chequeo. Pasang tiene seis años y no digiere la comida adecuadamente. También tiene fiebre por las bajas temperaturas. A su hermana Raj, de cuatro años, le sangra la nariz a menudo por el mismo motivo. “Algunas veces vienen niños solos y con dolencias graves y tenemos que ir a por los padres para darles la medicación o mandarlos al hospital”, afirma Unnati, mientras apunta en una libreta los datos de los niños y sus diagnósticos.

A pesar del decreto de Regulación del Trabajo Infantil aprobado por el Gobierno de Nepal en 1999 que prohíbe a los menores de 14 años participar en cualquier actividad laboral y la ratificación de múltiples convenios internacionales de protección de menores, el 37% de los menores entre 5 y 17 años en Nepal trabajan. La falta de programas concretos y el escaso presupuesto contribuyen a que esta situación se mantenga, pero no son los únicos motivos. “Es difícil rescatar a los niños que trabajan en el sector informal con el consentimiento de los padres”, asegura Namuna Bhusal, directora de programas del Central Child Welfare Board (CCWB), un organismo gubernamental encargado de proteger los derechos de los niños. “Debemos concienciarles de que lo que hoy es una ayuda para la economía familiar, mañana supondrá una falta de futuro para sus hijos”, sentencia.