El convoy, integrado por más de 100 vehículos, se pone en marcha amparado por la oscuridad. La larga columna avanza muy lentamente, a una velocidad media de 20 kilómetros a la hora. El doble intermitente de los vehículos convierte a la columna en una serpenteante cuerda luminosa surcando la noche. Vamos escoltados por las fuerzas de la ONU. El amanecer en la frontera de la República Dominicana con Haití es hasta hermoso.

En el vehículo de la Brigada de Rescate de Panamá, pese a las bromas de algunos de sus miembros, la tensión no se rompe. Uno de ellos se levanta y pide la bendición para todos los pasajeros. El jefe hace las últimas comprobaciones para constatar que todas las personas que viajan a bordo del vehículo se han tomado sus pastillas contra la malaria y han recibido su vacuna del tétanos. Se reparten mascarillas y guantes, mientras se recuerda, sobre todo, no sacar la botella de agua durante las salidas a los rescates, porque la gente puede lanzarse a quitarla de las manos. "No saques el agua en la calle; te la quitarán", advierte. Es de día.

CADA VEZ MAS CERCA Nos adentramos en Haití, cada vez más cerca de la capital, Puerto Príncipe. Durante la primera hora y media de camino, no hay demasiados indicios de lo que se avecina cuando nos acercamos a 50 kilómetros de la capital. Los edificios aún están en pie y los haitianos parecen hacer una vida normal. El conductor tiene problemas para seguir la estela de su guía de delante, porque la única carretera hacia la capital es una locura de tráfico. Un sinfín de motos se cruzan entre los vehículos y dificultan el viaje.

Chávez, el máximo responsable de la Defensa Civil panameña, recomienda que, a falta de ungüento en la nariz, bajo la mascarilla, ya vale la pasta de dientes. Asegura que me va a hacer falta. Ya se avistan los primeros muros caídos y las primeras impresiones olfativas llegan a nuestros sentidos. Es un olor nauseabundo, dulzón. Dicen que es así como huele la muerte, y no puedo evitar una arcada. Horas más tarde, ya logré olvidarme del olor y solo lo siento cuando un golpe de aire me lo estampa en la cara con fuerza.

UNOS ENTRAN Y OTROS SE VAN Mientras hacíamos nuestra entrada en Puerto Príncipe, era posible ver a cientos de supervivientes del terremoto saliendo de la ciudad, lejos de ese núcleo de población maldito y parcialmente destruido por el temblor. "Las calles sienten la muerte; no recibimos ninguna ayuda y nuestros hijos no pueden vivir como animales", apunta Talulum Saint Fils, que intentaba huir de la capital con sus cuatro hijos. "No importa dónde, siempre que sea lejos de la ciudad".

Se trata de buscar cobijo en casa de algún familiar o amigo. Sin agua, con muy poca comida, y con parte importante de la ciudad convertida en ruinas, con cada vez más frecuentes episodios de pillajes, Puerto Príncipe era un lugar hostil para el recién llegado, en algunos casos incluso una ciudad fantasma.