El aire, la tierra y el mar en Gaza están ahora ocupados por el Ejército de Israel. También han invadido nuestras mentes, nervios y oídos. En un intento para que mis hijos dejaran de temblar, sollozar, estremecerse e, incluso, despertarse por los estruendos de los ataques en las pocas horas que logran dormir, les coloqué unos tapones de algodón en los oídos. Pero no ha funcionado. Me pregunto cuánto afecta esto a sus diminutos corazones. Es imposible que puedan sobrellevar todo este estrés. Por mi parte, solo he dormido 8 horas desde que empezó la ofensiva.

Hay un dicho en árabe que afirma: "La muerte en grupo es una bendición". Así que mi hermano, otras familias y la mía nos hemos mudado a casa de mis padres. Somos 11 personas apretadas en el salón de la vivienda. Me pregunto qué pasaría si alguno de nosotros resultase herido.

Llevo mucho pensando que quizá esta sea la última hora de mi existencia. Mientras trato de conciliar el sueño, escucho por la radio el número de muertos. Pienso que, a la mañana siguiente, puedo ser otro número más para aquellos que están viendo la muerte y la destrucción en Gaza.

No tengo miedo a morir. Estoy indignado con esta injusticia. ¿A qué espera la comunidad internacional? ¿Es que no somos humanos?