Cuando, hacia el final de la ceremonia, algunos familiares de los muertos en la masacre de la isla de Utoya comenzaron a desfilar ante el altar de la pequeña iglesia de Norderhov para depositar una vela, el príncipe heredero de Noruega, Haakon Magnus, sentado en primera fila, como queriendo acompañarles en su dolor, asió por la cintura de forma cariñosa a su esposa Mette-Marit a la vista de todos los allí presentes.

No fue esta la única estampa pública inusual que protagonizaron durante la jornada de ayer los miembros de la familia real noruega. A unas decenas de kilómetros de aquí, en la Catedral de Oslo, donde se celebraba otro servicio religioso, pudo verse al rey Harald con los ojos enrojecidos, y a su esposa Sonja y a su hija Martha Louise, rompiendo en sollozos.

Toda Noruega se sumió a mediodía de ayer en el duelo por las víctimas de la masacre en el campamento de verano y de la explosión previa en la capital, pese a que aún a esa hora submarinistas y miembros de la Cruz Roja a bordo de lanchas rastreaban las aguas próximas a la población de Sundvollen en busca de cadáveres de jóvenes todavía desaparecidos.

Iban a pasarlo bien

En la explanada próxima a la iglesia, junto a un bien cuidado cementerio, Annemarte Norevik Gasmann se abrazaba, deshecha en lágrimas, a la violinista que durante el acto religioso había tocado piezas de Rolf Lovland, Juan Sebastián Bach y Ole Bornemann Bull. Annemarte conocía a algunos de los 600 acampados y, pese a que todos sus amigos lograron escapar con vida, no podía contener las lágrimas mientras intentaba explicar qué se hacía en la isla de Utoya. "Mis amigos forman parte de la organización juvenil laborista", relató. El campamento de verano "no es nada político", explicó. "Se trata sobre todo de pasarlo bien; se organizan talleres, se duerme en tiendas de campaña y, desde luego, el alcohol está prohibido", comentó.

El autobús depositó a quienes hacía solo unas horas habían perdido en trágicas circunstancias a un hijo, hija o hermano 30 minutos antes de las 11 de la mañana, hora prevista para el inicio del homenaje. Desfilaron todos ellos ante las cámaras en parejas, algunos tapándose el rostro y otros con los ojos hinchados o secándose las lágrimas con un pañuelo. Las reglas estaban claras para los reporteros allí presentes: nada de tomar imágenes de la cara y, sobre todo, nada de dirigirse a ellos y hacerles preguntas, a menos que manifestaran su deseo de hablar. Nadie osó vulnerar las normas.

La pareja real heredera llegó a la iglesia cogida de la mano y vestida de luto pocos minutos antes del inicio de la ceremonia, presidida por Laila Riksaasen Dahl, obispo de la diócesis de Tunsberg. El ambiente fue de dolor contenido, pero a medida que avanzaba, la atmósfera se fue haciendo más densa, con algunos sollozos aislados de allegados de las víctimas.

A media mañana, Jahn Peter Berentsen, de la Cruz Roja local, llevaba ya horas trabajando mano a mano con los familiares de las víctimas, concentrados en el hotel Sunvolden, junto con una treintena de psicólogos y religiosos luteranos. "Lo único que podemos hacer es, como seres humanos, mostrarles nuestro apoyo", subrayó.

Para quienes a esas horas aún no habían hallado el cadáver de su familiar, el dolor se acentuaba. "Sienten una profunda pérdida y tienen una pequeña esperanza de que puedan encontrar a su ser querido con vida", contó. Todo ellos se hacían ayer "miles de preguntas", a las que nadie, ni siquiera los psicólogos y religiosos a su lado, podían dar respuesta.