Es imposible dar dos pasos en Minsk y olvidarse de que, hasta hace poco, la ciudad era una importante metrópolis en un estado hoy desaparecido llamado URSS. Destruida en más de un 80% durante la segunda guerra mundial, la capital de Bielorrusia nunca llegó a ser restaurada tras el fin de la contienda, sino que fue levantada de sus escombros siguiendo patrones urbanísticos que por aquel entonces promovía Stalin: amplias avenidas, espaciosas plazas de cemento, grandes edificios... El liderazgo político también ha contribuido a que el pasado soviético esté bien anclado en el presente de este pequeño país de nueve millones y medio de habitantes y una superficie equivalente a poco menos de la mitad de España.

Su presidente, Aleksándr Lukashenko, en el poder durante más de 25 años, ha mantenido políticas propias del socialismo del siglo XX, susbsidiando a industrias públicas y granjas colectivas, más conocidas como koljós . El petróleo y el gas importados de Rusia a un precio inferior al de los mercados internacionales le permitían semejante dispendio, manteniendo una relativa paz social e impidiendo la aparición de oligarcas que acaparasen una parte importante de la riqueza nacional, como sí sucedió en Ucrania o Rusia. Una estabilidad, eso sí, a costa de un alto precio para la economía del país, ya que ha ahogado al sector privado y ha frenado la creación de pequeñas y medianas empresas.

Apodado «el último dictador de Europa», si de algo no se puede acusar a Lukashenko es de transfuguismo. Desde una etapa muy temprana en su carrera política se ha mantenido fiel al legado soviético. En 1990, fue elegido diputado en el Sóviet Supremo de la República de Bielorrusia, convirtiéndose en el único parlamentario de Minsk que votó en contra de la disolución de la URSS un año después. H