“Alégrense, el legado de Obama puede borrarse”. El título apareció hace un par de semanas en las páginas de opinión del conservador ‘The Wall Street Journal’ en un artículo firmado por el exsenador republicano Phil Gramm. Era una pieza claramente partidista, basada en la posibilidad (esperanza para Gramm) de que un conservador se haga con la Casa Blanca.

Pero lo que planteaba el también exlobista es una realidad. Durante sus dos mandatos y ante un Congreso polarizado y paralizado, el presidente de Estados Unidos ha recurrido a su autoridad ejecutiva para sacar adelante muchas de sus iniciativas, especialmente en el último año. Tiene intención de seguir haciéndolo, como demuestra la reunión que mantendrá el lunes con la fiscal general para buscar vías de reforzar el control de armas. Y ese camino trazado sobre una vía de decretos hace aún más trascendental su sucesión.

Un presidente republicano podría usar las mismas herramientas ejecutivas de Obama para revertir sus acciones, ya sea en inmigración y en protección medioambiental (dos terrenos donde los conservadores ya han planteado retos a las medidas de Obama en los tribunales) o respecto a los acuerdos para frenar el programa nuclear militar de Irán y restablecer las relaciones bilaterales con Cuba. Pero una victoria republicana, además, probablemente llegaría acompañada del mantenimiento de control de los conservadores de las dos cámaras del Congreso, dando alas al empeño republicano por deshacer la reforma sanitaria, el mayor logro legislativo de Obama, que fue aprobada sin un solo voto conservador y cuya destrucción ha sido desde 2012 caballo de batalla del Grand Old Party.

Incluso si la victoria es demócrata, sería solo remotamente posible que los progresistas recuperaran el control del Senado y altamente improbable que volvieran a ser mayoría en la Cámara baja, lo que forzaría al nuevo presidente (o a la primera presidenta) a trabajar, como le ha sucedido a Obama, con la oposición.

INVERSIÓN PERSONAL

Consciente de que está en juego su legado, Obama ha decididoinvertir personalmente en buscar que un demócrata le suceda y en la última rueda de prensa del año prometió hacer “campaña intensamente para que eso ocurra, por una variedad de razones”. Según fuentes de la Administración, ha dejado claro a sus asistentes que inmediatamente tras las vacaciones en Hawai va a empezar a esforzarse en la recaudación de fondos y en el intento de movilizar a las comunidades clave que pueden crear una coalición ganadora, incluyendo a negros, hispanos, mujeres y jóvenes.

Esa fue la fórmula que le ayudó personalmente en el 2008 y en el 2012 y aunque algunos como el estratega republicano Kevin Madden creen que “el problema para Hillary Clinton es que el atractivo de Obama para esos votantes no es transferible”, en el campo demócrata se considera determinante. “La política del 2016 es más de motivación que de persuasión” ha declarado, por ejemplo, Dan Pfeiffer, que fue asesor de Obama.

Con un porcentaje de aprobación que se mueve entre el 45 y el 50%, Obama está en mejor posición para apoyar a su sucesor de lo que estuvo en sus mismas circunstancias su predecesor, George Bush, que acabó sus dos mandatos con un 25% de popularidad. Tiene lastres, como una recuperación económica que no siente la ciudadanía, la falta de una estrategia definida para combatir al Estado Islámico o las crecientes tensiones con la Rusia de Vladimir Putin.

Pero es también un presidente que ha abrazado y encarnado buena parte del cambio demográfico, social y cultural de un país aún dividido y enfrentado pero que también ha dado pasos de difícil marcha atrás en terrenos como la igualdad de los homosexuales, la concienciación de la importancia de luchar contra el cambio climático y contra la injusticia de la desigualdad económica y el resurgimiento de las reivindicaciones raciales como una trascendental e irresuelta cuestión de derechos civiles.