Como si de una posición avanzada en un frente de guerra se tratara, enormes bloques de hormigón protegen la fachada del legendario Hotel Mustafá de Kabul, recomendado incluso en guías turísticas de renombre. Sin que nadie acierte a decir el porqué --la comida que se sirve deja mucho que desear y sus habitaciones, oscuras y algo sucias, se asemejan más a la celda de una prisión--, este establecimiento hotelero se ha convertido, desde tiempos ya remotos, en un punto de referencia para recién llegados y representantes de la prensa que recalan en la ciudad. A nadie se le escapa que un atentado, ahora, contra el Hotel Mustafá sería un golpe propagandístico para la insurgencia talibán, amén de un tremendo revés para la moral de la comunidad de expatriados, máxime si se tiene en cuenta que la próxima semana los afganos irán a las urnas para elegir presidente y representantes provinciales.

En los dos últimos años, Afganistán y su capital han recorrido su particular descenso a los infiernos, y en algunos momentos la ciudad puede incluso recordar al Bagdad del 2006. Hace solo 30 meses, los habitantes de Kabul podían vivir, si así lo querían, ajenos a una guerra que sucedía muy lejos de aquí, en el montañoso este y en el desértico sur del país; los extranjeros se podían mover con soltura por su calles, e incluso merodear por sus bazares con ropas occidentales, eso sí, con el recato debido en país musulmán.

DESDE LA BARRERA Pero la ciudad que dos años atrás prefería ver desde la barrera el conflicto entre talibanes y fuerzas internacionales y afganas, se ha introducido de lleno en la espiral de violencia insurgente. Hace una semana, en plena madrugada, una tremenda explosión despertó a Abdul Gagor, de 50 años. Uno de los nueve cohetes disparados supuestamente por los rebeldes impactó a los pies del edificio en el que vive junto a su familia.

Más de una decena de trozos de metralla desgarraron la protección metálica del balcón de Abdul Gagor y se incrustaron en el brazo y el pecho de su hija Ellaha, de 18 años. "Perdió mucha sangre; la han tenido que operar y hay que cambiarle el vendaje a diario", cuenta. Con su salario equivalente a 60 dólares mensuales, se declara insolvente para sufragar los 2.000 dólares de la reparación del hogar y la factura médica. Y con una invectiva no exenta de resentimiento, mendiga sin remilgos. "Vaya a su embajada y cuénteles lo que me ha pasado", exhorta.

Pero es que en la legación española también se viven momentos de tensión. Hace dos años, la bandera española ondeaba orgullosa junto a la europea. Ahora, ambas insignias solo son visibles una vez atravesado el muro exterior.

UNA GANGRENA Como una gangrena, el espino, las barreras y los muros van extendiéndose, ganando terreno al ciudadano, dificultando los movimientos a personas y vehículos. Los occidentales se mueven ahora en aparatosos convoyes con guardaespaldas, que intentan abrirse paso entre el imposible tráfico kabulí de cualquier forma, azuzando el odio de muchos. "Esta mañana mi coche se cruzó con un vehículo militar; no respetaron el semáforo. ¿Cómo es posible que quienes tienen que hacer respetar la ley no la respeten ellos mismos?", se inquieta Abdul Malik Safiyee.