Han hecho falta tres días de intensas negociaciones pero finalmente ayer el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas adoptó por unanimidad una resolución que reclama un alto el fuego de al menos 30 días en Siria, con excepciones para operaciones militares contra el Estado Islámico, Al Qaeda, Al Nusra y otros grupos terroristas.

La tregua, que llega en un momento en que los bombardeos del régimen de Bashar el Asad han disparado de nuevo la crisis, con una mortífera campaña en la región de Guta que ha provocado cientos de civiles muertos y miles de heridos, debe empezar a aplicarse con efecto inmediato («sin dilación» según el lenguaje diplomático) y tiene el objetivo de permitir la entrega de ayuda humanitaria y servicios médicos y evacuaciones de heridos.

Rusia, que en 11 ocasiones anteriores ha usado su poder de veto en el Consejo de Seguridad para frenar resoluciones referentes a Siria, había puesto reparos al texto preparado por Suecia y Kuwait y había provocado retrasos en la votación desde el jueves. Finalmente, acabó dando su apoyo a la resolución.

Lo hizo tras intensas y tensas negociaciones que según algunos diplomáticos acabaron pareciendo «un duelo» entre los embajadores de Rusia, Vasilly Nebenzia, y la de Estados Unidos, Nikki Haley. Pero el texto final de la resolución ha conseguido incluir elementos clave para Washington y sus aliados, especialmente el de que el alto el fuego se inicie de forma inmediata y que el acceso de la ayuda humanitaria y los servicios médicos y evacuaciones sea «seguro, sin impedimentos y sostenido», factores que Moscú había intentado retirar del texto. Tras la votación, no obstante, quedó clara que la división y la tensión persisten. Y Haley y Nebenzia se embarcaron en un cruce de acusaciones.

El reto es que la resolución se aplique efectivamente, algo para lo que es imprescindible que Rusia presione a Asad. Y la sensación de fragilidad la expresó también Haley al decir que su país es «profundamente escéptico de que el régimen sirio vaya a cumplir».

Mientras, en Guta la situación sigue siendo desesperada. Sarmada pide perdón, a través de sus redes sociales, a toda la gente a la que, durante su vida, le haya podido hacer algo malo. Sarmada es profesora de escuela y tiene veintitantos años. Lleva sufriendo siete años de guerra en Siria, pero nunca, dice, había visto nada así.

SIETE DÍAS VIENDO MORIR / Sarmada vive en Kafr Batna, un pueblo dentro de la región de Guta: desde el pasado domingo, en siete días, cientos de bombas del régimen de Bashar el Asad y su aliado, Rusia, han estado cayendo aquí a diario. «Llevo siete días viendo la muerte de gente inocente constantemente», dice Sarmada, que pide perdón. ¿Cómo debe ser? Despedirse pensando que dentro de 10 minutos, 30 minutos, una hora, tres horas, esta noche, va a caer una bomba que te va a matar. Pensar cuándo va a caer pero saber que caerá.

Desde el 1 de enero, Asad y Rusia llevan a cabo una ofensiva aérea a gran escala para tomar los dos últimos grandes bastiones en manos de los rebeldes en Siria: Guta este -en la provincia de Damasco- y la región de Idleb. Los ataques en Idleb han causado un nuevo éxodo de 250.000 personas. De Guta, en cambio, cerrada y sitiada desde el 2013 y ahora rodeada por los soldados de Asad, nadie puede escapar.

Y los números y los muertos, aquí, no se suman, se multiplican: 1.200 desde el 1 de enero, 500 desde el domingo pasado -de los que 120 son niños-, 29 ayer. Son todo cifras provisionales. «Podrían ser muchos más. No los podemos contar todos porque los aviones bombarderos siguen volando sobre Guta. No tenemos tiempo», explicó ayer Siraj Mahmoud, portavoz de las fuerzas de rescate de dentro de la región.