La presidencia de Donald Trump está siendo una mina para los teóricos de la comunicación política. El republicano no solo ha dinamitado todos los estándares de esta ciencia difusa, sino que ha demostrado ser un genio de la comunicación digital, que ejerce obsesivamente a través de Twitter, su particular lanzallamas presidencial. Trump la utiliza para marcar la agenda política, para lanzar globos sonda, para ajustar cuentas con sus detractores, para hacer anuncios en política exterior o para alimentar su vanidad retuiteando a sus cortesanos. «Boom, le doy al botón y en dos segundos tenemos un breaking news», explicó hace unos meses en una rueda de prensa. En 280 caracteres ha anunciado aranceles contra China, el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, ha etiquetado como «basura humana» a periodistas díscolos o ha dicho que el coronavirus desaparecería «de forma milagrosa». En esos tuits hay espacio para todo. Según un análisis del New York Times, más de 5.800 de ellos los ha dedicado a atacar a alguien o algo. La mentira y la verdad se difuminan de manera caprichosa, como sucede en los mejores regímenes totalitarios. Todo vale para avanzar sus intereses políticos.