Son las 10.30 de la mañana del jueves. El sargento Raymond Branch, asignado a la compañía Alfa del Batallón de Infantería 124 de EEUU, reúne a seis hombres en una base ubicada en el antiguo Club de Oficiales iraquí, en el barrio bagdadí de Al Adhamiya. Branch se pone al frente de la patrulla que los siete realizarán a pie, durante una hora y media, por el sector asignado.

Cada soldado lleva, junto a su ametralladora, 210 balas repartidas en seis cargadores. Dos de los hombres se ponen a inspeccionar arbustos y bordillos. La resistencia oculta en lugares así los artefactos que estallan al paso de convoyes militares. Branch decide la ruta. "Cada día la variamos", explica.

Al Adhamiya es una zona mixta, donde sunís y shiís se mezclan. Las actitudes divergen. Muchos hombres y mujeres sonríen a los soldados y les saludan. Algunos les dan la mano. Otros, sobretodo jóvenes, les crucifican con la mirada. "A éste --dice Branch, señalando a un viandante-- no le gustamos ni pizca. Sólo le vi sonreír el día del atentado contra la embajada turca", situada en las inmediaciones.

EL DEDO EN EL GATILLO

Los soldados no quitan el dedo del gatillo. "Nunca se sabe qué puede pasar", señala el cabo Michael Plaster. "Hay otro motivo. Los niños vienen y quieren tocarlo", añade. Los niños. Salen por todas partes. Un joven aparta a un par de chavales. Está claro que no quiere que los pequeños confraternicen con el ocupante.

Llegamos a una gasolinera. Branch se acerca a Ibrahim Ali Hussein, miembro de la nueva Fuerza de Protección iraquí. Le pregunta si hay algún problema. Hussein señala a un hombre en la acera de enfrente. Dice que ha llenado bidones de gasolina para revenderla. Es una práctica prohibida, pero en un país donde el litro de súper cuesta sólo 20 céntimos de euro, algunos conductores están dispuestos a pagar el triple para eludir las colas.

"Si le hubiéramos atrapado con las manos en la masa, le detendríamos", nos dice el sargento Branch. "¿Le detendrían por llenar unos bidones de gasolina?. ¿Pero esto no debería ser un trabajo de la policía?", inquirimos con sorpresa. "Sí, pero hay pocos policías y están mal equipados", replica. La anécdota parece banal, pero ilustra uno de los fiascos de la posguerra iraquí. El desmantelamiento, decretado por EEUU, de todas las fuerzas de seguridad heredadas del antiguo régimen, ha creado un vacío absoluto. El Estado no existe. Y ahí está, el Ejército más poderoso del mundo, asumiendo funciones propias de una policía municipal.

ALARMA POR UN SOSPECHOSO

De pronto, salta la alarma. Los soldados toman posiciones. Se han dado cuenta de que un hombre les sigue saltando de tejado en tejado. Le apuntan. El hombre huye.

De vuelta al cuartel no se baja la guardia. La noche anterior, alguien lanzó dos morteros contra la instalación. Por la tarde, la patrulla, de dos horas, es motorizada. Los soldados se reparten en dos vehículos Humvees. El cabo Vance Underwood va de pie en el interior y maneja la ametralladora M16 montada sobre el primer vehículo. El convoy circula por el medio de la calzada. "Tratamos de evitar los lados por si hay algún explosivo", señala Branch.

A las seis de la tarde es totalmente de noche en Bagdad. Media hora después, el sargento Michael Koch toma el relevo y se pone al frente de otra patrulla de siete hombres, a pie. La mayoría de los ataques contra las fuerzas ocupantes se producen de noche. Koch y sus hombres están en alerta permanente. De tanto en tanto, dan un giro de 180 grados, siempre con el arma dispuesta. Vigilan sus espaldas. Se comunican sólo por radio.

Los soldados no quitan el ojo de encima a los pocos vehículos que circulan aún a esa hora. "Buscamos un coche en particular. Es blanco, pero no sabemos mucho más. Desde él lanzaron anoche los morteros contra el cuartel" revela Koch. Con una linterna miran también en el interior de los vehículos aparcados en la calle.

Nos acercamos a una agencia bancaria pisando una alambrada. Dentro hay tres hombres y uno lleva fusil. Les hacen salir. "Deme el arma", grita Koch. El iraquí obedece. Les registran. Los tres están asustados y dicen que son de la Fuerza de Protección. "¿Por qué no llevan uniforme?" "No tenemos aún", replica uno. "Enséñenme la acreditación". Está en regla, pero la bronca es descomunal. "Nunca más vayan armados sin llevar la identificación en lugar visible", les advierte el sargento.

CACHEOS Y REGISTROS

La patrulla se sitúa bajo el puente de Sarafiya, que cruza el Tigris y se dispone a registrar a todo bicho viviente. Tres jóvenes están dentro de un coche blanco. Los militares les hacen salir y les ponen contra la pared. Dos soldados les cachean, mientras otro examina el vehículo. "Abra el maletero", ordena Koch. Mientras el conductor busca bajo el volante el resorte que liberará el cierre, un soldado le lanza un flash con la linterna. Antes de abrir el maletero, Koch ordena al joven que se aleje y vuelva a la pared.

Este es un lugar conflictivo. En este puente, ha habido varios ataques contra nuestras tropas", dice el sargento. Son las 20.30 y la misión ha concluido. Hasta el día siguiente.