En Pekín se pelea la última batalla de aquella guerra popular que le había declarado China al coronavirus en diciembre. Proclamó el Gobierno la victoria el mes pasado pero previno contra los rebrotes y en la adversativa reside el meollo de la nueva normalidad: no habrá paz duradera sin vacuna. Pekín subraya hoy que tampoco las más escrupulosas precauciones blindan del coronavirus.

Se cuentan ya 106 contagios vinculados con el mercado de Xinfadi. Nueve de los once distritos pequineses cuentan con infectados y se han detectado casos en Hebei, la provincia que abraza a Pekín, Liaoning, en la punta septentrional, y Sichuan, en el profundo centro. La capacidad de expansión del patógeno exige apremio. Las autoridades califican la situación de «extremadamente grave» y anunciaron el cierre de todas las escuelas y universidades de la ciudad.

El primer diagnóstico data del 11 de junio, lo que permite situar el contagio a finales de mayo. «Los infectados deberían empezar a mostrar los síntomas en los dos próximos dos días. Si el número de casos no sube mucho, podremos concluir que la epidemia se ha estabilizado», afirmó Wu Zunyou, jefe epidemiólogo del Centro de Control y Prevención de Enfermedades. Han regresado las metáforas bélicas a los medios oficiales que exigen esfuerzos solidarios para que Pekín no sea el Wuhan de seis meses atrás.

Las diferencias son inmensas: China sabe hoy con qué lidia, al cargo no están aquellos gerifaltes provinciales que estimulaban las cenas multitudinarias y escondían la pandemia bajo la alfombra. El brote se ha detectado a tiempo y el protocolo de reacción está engrasado. La campaña de testeo masivo, con puestos repartidos por toda la ciudad, ya ha cubierto a más de 200.000 personas vinculadas con el mercado. Los vecinos de docenas de complejos de viviendas han sido obligados al encierro y los comités de barrio les acercan la comida. El virus ha vuelto a Pekín cuando rozaba dos meses sin contagios locales.