Sebastián Piñera abandonó ayer su retórica bélica, pidió «perdón» por su «falta de visión» política y anunció mejoras en el sistema de pensiones y el salario mínimo, acceso a los medicamentos y la protección infantil y una mayor carga impositiva a los más ricos. El mensaje presidencial, sin embargo, no fue suficiente para desactivar la protesta. Chile tuvo una huelga general de alcance desigual, masivas movilizaciones, caceroladas y un estado latente de indignación a pesar del estado de emergencia y el toque de queda. «Que se vayan los milicos», gritaron en las calles de Santiago estudiantes, docentes, trabajadores, parados, pensionistas y familias de clase media.

El presidente del Colegio de Profesores, Mario Aguilar, pareció hablar por los manifestantes al considerar que las respuestas del Gobierno a los primeros siete días de estallido social han sido parciales. «Está cuestionada la clase política y la élite». El conflicto no tiene liderazgo claro, es inorgánico, pero algunas de sus demandas son coincidentes: democratización del agua, disminución de las dietas parlamentarias, reducción de la jornada laboral a 40 horas y de las tarifas de electricidad y convocar a una asamblea constituyente.

Sergio Micco, el director del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), fue recibido por Piñera después de denunciar episodios de torturas, vejaciones, palizas y agresiones sexuales por parte de militares y policías que hicieron recordar los años de la dictadura.

Nadie se atrever a predecir el momento en que finalizará el conflicto. Buena parte de la sociedad está en ebullición. Para aplacar el conflicto, el Gobierno chileno elaborará un acuerdo con las farmacias para reducir el precio de las medicina. El salario mínimo ascenderá a 350.000 pesos (430 euros), se anulará el alza del 9,2% de la tarifa eléctrica y se fijarán impuestos a los sectores con más ingresos.