“¿Qué va a ser de nuestro país?” La señora de mediana edad acaba de salir del palacio de cristal del centro de convenciones Jacob Javits, esa estructura que debía servir a Hillary Clinton como metáfora perfecta del último techo que le quedaba por derribar a la mujer en Estados Unidos. La señora se marcha con una amiga cuando aún quedan en teoría resquicios de esperanza, aunque esta se haya ido marchitando poco a poco, estado a estado, transformando lo que debía ser una fiesta en un espacio triste, apagado, con aires de funeral. Aún faltan más de dos horas para que se anuncie que Donald Trump ha sido elegido presidente de Estados Unidos, pero la señora se va, abrigándose con una elegante pañoleta en tonos oscuros donde las barras y estrellas solo se intuyen. “Hemos elegido a un déspota”, dice antes de desaparecer por la décima avenida, rumbo al norte. “Estamos de nuevo en 1933”.

“El fin del mundo está más cerca”. Guillermo Velasco, colombiano, lleva toda la noche haciendo viajes en su taxi amarillo. Lleva anotados 17 ya. Y entre sus pasajeros “nadie entiende lo que ha pasado”. “Es como si a Hillary Clinton le hubieran metido la mano en los bolsillos y le hubieran sacado los caramelos. Ha ganado un tramposo, alguien que se vende como un businessman de éxito y ha tenido ¿cuántas bancarrotas? El fin del mundo está más cerca”, insiste poco antes de parar el taximetro.

El viaje ha sido breve pero hay distancias que se miden en mucho más que en millas o en las calles recorridas. Y a las puertas del Hilton Midtown en la Sexta Avenida, donde Trump tiene organizada su fiesta electoral, se está ya en otro mundo.

Los vendedores ambulantes hacen su agosto vendiendo camisetas, gorras con el Make America Great Again, banderas, chapas... Las aceras, contenidas por una serpiente eterna de vallas policiales, se salpican con personajes que no ha sido habitual ahora ver festejando su opción política en las calles de una urbe progresista como Nueva York. Y son pocos, pero hablan con orgullo para los periodistas que les superan, y por mucho, en número. Posan para sus cámaras, se retratan junto a los policías sonrientes. Están, como Alice Orlando, “más allá de la felicidad”.

La agente de seguros de 51 años ha llegado a Manhattan desde Staten Island, el más republicano de los barrios de Nueva York, con su hija y socia, Samantha. Han estado siguiendo la noche en las pantallas gigantes de la sede de la conservadora FoxNews. “Éramos blancos, negros, latinos... Nunca he sentido que estuviéramos tan unidos”, dice. Y en ese momento un chico joven pasa a su lado y grita un “¡os odio!”

AMBIENTE PESADO

Está el ambiente pesado, extraño. Nada de fiestas masivas en las calles como aquellas con las que en 2008 Nueva York celebró la elección de Barack Obama. Esta noche en el Midtown hay un cúmulo de personajes algo estrambóticos, mezclados con defensores de Bernie Sanders que reclaman a gritos “elecciones auténticamente libres y justas”. Y de vez en cuando estallan otros cantos “¡USA, USA!” “¡Trump, Trump, Trump!”

Pero hay también otros votantes de Trump que no forman parte del freak show, gente como Eric Eck, estudiante de medicina, de modales exquisitos y chapa de Clinton encarcelada en la pechera. “El futuro es brillante”, dice. “Esto es 'brexit', un referendo sobre el gobierno. Y ha hablado la mayoría silenciosa”.“Es un referendo sobre el conservadurismo en Estados Unidos”, añade Andrew Kim, compañero en Medicina y en felicidad.

¿Han visto las profundas divisiones del país que han salido a la luz durante la agria campaña? ¿Puede ser Trump quien ahora ayude a cicatrizar esa herida? “Tiene la presidencia, tendrá el Congreso y el Senado y nominará a los jueces del Tribunal Supremo. En realidad no necesita a los demócratas”.

De repente, un rato después, un grito. “’¡Google dice 276, Google dice 276!” Trump es presidente. Son poco más de las 2.30. La noche ha sido larga. Reina la oscuridad.