Inmediatamente después de ser elegido Pontífice, Karol Wojtyla fue presentado en la prensa como "un apasionado amante del Concilio Vaticano II". El 18 de octubre de 1978, dos días después de que los cardenales escogieran al arzobispo de Cracovia como líder de la Iglesia católica, en la portada de uno de los diarios españoles de mayor difusión podía leerse: "Los católicos progresistas, satisfechos con la línea programática de Juan Pablo II".

Teólogos y obispos afirmaban que la Iglesia había dado con un nuevo Juan XXIII. Mejor aún, porque el papa polaco accedía al cargo con 20 años menos que el papa bueno . El mundo saludaba al hombre que iba a continuar con el proceso de reconciliación de la Iglesia católica con la modernidad, inaugurado con el Concilio Vaticano II.

Enemigo de los cambios

Pero Wojtyla pasará a la historia como un pontífice que frenó parte de las reformas que los inspiradores del Concilio idearon, como un papa enemistado con la modernidad en cuestiones de moral. Como un dirigente que poco hizo por democratizar la vida de la institución, donde perviven prácticas, como el nombramiento de obispos a espaldas de la opinión de las diócesis, impropias de una organización en una sociedad libre.

¿Puede Benedicto XVI, saludado como un papa amante de la ortodoxia y reñido con la sociedad en la que le ha tocado vivir, acabar siendo un jefe de la Iglesia progresista?

El sucesor de Pío XII, Angelo Roncalli, revolucionó la Iglesia al poco de convertirse en Juan XXIII, algo que nadie sospechaba cuando, en 1958, fue elegido. Pablo VI tenía reputación de moderno, y resultó que lo fue menos. ¿Puede cambiar Joseph Ratzinger y sorprender a los católicos?

Parece muy improbable. Aunque algunos de sus enemigos acérrimos, como el teólogo Hans Küng, represaliado por el ex-Santo Oficio, que durante cerca de 25 años dirigió Ratzinger, sostienen que hay que concederle el beneficio de la duda y aguardar a ver qué dirección emprenden sus pasos.

Incluso el cardenal arzobispo de Bruselas, Godfried Danneels, que no ha evitado mostrar su desafecto al escogido, confesando a los periodistas que "no estaba triste" por lo que había sucedido en el cónclave (que en lenguaje eclesiástico hay que traducir por un "no estoy contento"), sostiene que hay posibilidades de que Benedicto XVI se desprenda de la etiqueta de inquisidor que le ha acompañado durante años.

Ocurre que, si bien es cierto que los arzobispos de Cracovia y Milán y el patriarca de Venecia cambiaron, y mucho, cuando se mudaron al palacio apostólico del Vaticano, es más difícil que eso suceda con el último ministro para la Doctrina de la Fe porque, en la práctica, Ratzinger ya vivía allí.

Brazo derecho

Wojtyla, Montini y Roncalli no habían ocupado un lugar preeminente en el Gobierno de la Iglesia cuando se convirtieron en papas. Es harto difícil que el brazo derecho de Juan Pablo II se desgaje del cuerpo doctrinal del último papado, del que es uno de los máximos autores intelectuales, por mucho que en sus primeros mensajes al mundo adopte una actitud conciliadora que haga pensar en su propósito de enmienda.

Es cierto que en su primer discurso habló de tender la mano a otras religiones, pero también lo es que hace cuatro años no dudó en afirmar que la católica era superior al resto.