James, un adolescente del Caquetá que se crió en el campo rodeado de vacas y caballos, a la edad de 16 años estaba pasando la tarde en unos billares junto a un amigo cuando, explica, «llegó un comandante con tres personas más y nos dijeron que eran disidencias de las FARC, y como últimamente casi nadie ingresa voluntariamente nos iban a tomar por su cuenta. Yo le dije no, no me voy, pero me agarró a las malas. Empecé a pedir auxilio y a gritar que no quería ir, pero me ató las manos atrás y me llevó. Durante el forcejeo, él me dio un culatazo con su fusil en la espalda, que hasta hoy tengo el brazo jodido. Así fue como ingresé. Y el tiempo que duré allá, nunca volví a ver a mi familia».

Una vez se ingresa en los grupos armados ilegales es muy difícil salir. El intento de escapar en la guerrilla comporta juicio. Y si la persona es hallada culpable se le aplica pena de muerte, siendo ejecutada a la vista de todos para que los demás miembros vean lo que les puede pasar si intentan evadirse. La amenaza de muerte a los familiares es también usada para disuadir a los chicos de cualquier intención de fuga, y para el reclutamiento forzado.

La otra forma más común de reclutar menores por parte de los grupos armados, que actualmente es la más usada, consiste en el ingreso voluntario. Fruto de una seducción facilitada por el contexto que viven muchas zonas remotas del país. Y no tan remotas, como son los numerosos barrios gobernados por combos: bandas ilegales, que son la extensión de las guerrillas o de potentes grupos criminales en suelo urbano y que se reparten el territorio en las ciudades.

Coca, narcotráfico, extorsión

Tanto en el ámbito rural como en el urbano, estamos hablando de zonas extremadamente pobres donde el estado brilla por su ausencia en estructuras físicas, sociales, políticas y económicas. Allí han surgido estados paralelos gestionados por grupos armados que se han alzado en la autoridad del lugar, convirtiéndose en referentes a emular por los menores. Y generando unas economías ilícitas que permean a toda la población. En el campo, destaca la minería y en especial la industria de la coca. Y en la ciudad el narcotráfico, el tráfico de armas y la extorsión.

Los niños suelen ser los encargados en las ciudades de transportar el microtráfico y de cobrar las cuotas generadas por la extorsión, que todo vecino debe pagar por pertenecer a un barrio, por tener un vehículo, por tener un negocio... «Los jóvenes están en un medio donde no existe una infraestructura de Educación, de trabajo o empresarial. Digamos que no tienen ninguna posibilidad económica o de supervivencia más allá de la economía ilegal, han crecido en familias cuyos padres, cuyos abuelos han sido parte de estas economías. Entonces terminan invitados por lógica, por el contexto mismo que les dice que la forma de vida suya es a través de un actor armado, de las economías ilegales, porque realmente no hay ninguna otra posibilidad», reflexiona Óscar Julián Palma, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad del Rosario en Bogotá.

Un entorno que conoce muy bien Juan Pedro. Durante su niñez dejó un puesto de trabajo como jornalero, en el cual estaba sometido a unas condiciones inhumanas, para trabajar con el marido de su hermana. «Mi cuñado trabajaba con petróleo, con crudo, nosotros rompíamos el tubo y metíamos una válvula para extraerlo ilegalmente. Lo cocinábamos, y sacábamos un material que se llama pategrillo, para obtener la base de la coca; mi cuñado era el patrón. Él me dijo que yo estaba trabajando para la guerrilla. Yo ya era uno de ellos sin quererlo, caí en la trampa. Después de eso me mandaron a poner minas en la carretera, para hacer atentados al Ejército». Con tan solo 17 años, este joven ha pasado por las filas de la disidencia del Ejército de Liberación Popular EPL y el ELN.