E l gran desastre. El Líbano, un país frágil, inestable y habituado a la destrucción por guerras, vive inmerso en una gran incertidumbre y una profunda tristeza tras la gran devastación. La onda expansiva de las explosiones de la tarde del pasado martes en el puerto de Beirut, la capital, de dos millones de habitantes, se ha llevado por delante la vida de más de 130 personas, ha dejado miles de heridos, decenas de desaparecidos, arrasado barrios y destruido infinidad de viviendas. Más de 250.000 personas se han quedado sin techo. «Hay víctimas y más víctimas en todas partes», resumió ayer George Kettani, el jefe de la Cruz Roja. Kettani advirtió de que el número de fallecidos podría aumentar.

Los hospitales de la ciudad no dan abasto. Algunos, los más próximos al lugar de las deflagraciones -las más potentes registradas nunca en la ciudad- han quedado seriamente dañados. Cuatro de ellos ni siquiera pudieron acoger a los heridos la noche del martes.

Los equipos de rescate y los vecinos seguían buscando ayer supervivientes entre los escombros de muchos edificios posibles. Como suele ocurrir en estos casos la solidaridad se ha extendido entre la población y, a través de las redes sociales, familias ofrecen sus hogares a otras que se han quedado sin casa, mientras que hoteles, residencias y escuelas se han transformado en refugio para los damnificados. También se han llenado de fotografías de personas desaparecidas. Los allegados se acercan a las inmediaciones del puerto en busca de información.

El presidente del país, Michel Aoun, atribuyó las explosiones, originadas en un almacén que acumulaba 2.750 toneladas de nitrato de amonio, a una negligencia y prometió sancionar con «el castigo más severo» a los responsables, mientras que el primer ministro, Hasán Diab, pidió a la comunidad internacional el envío rápido de ayuda para atenuar el «desastre».

Las primeras ayudas empezaron a llegar de numerosos países. La Unión Europea envió un centenar de bomberos especialistas. El presidente francés, Emmanuel Macron, anunció que viajará hoy a el Líbano.

La tragedia ha llegado en uno de los peores momentos en la historia de este pequeño país mediterráneo, fronterizo con Israel y Siria, que acoge a centenares de miles de refugiados sirios y palestinos. El Líbano está sumido en una crisis económica profunda -la peor desde la guerra civil que devastó el país entre 1975 y 1990- con una hiperinflación que ha consumido los ahorros y empobrecido a la población, a la que se ha unido la pandemia del coronavirus y una clase política corrupta, incompetente, dividida y muy cuestionada, blanco de multitudinarias protestas en las calles estos últimos meses.

Diferentes medios recogían ayer la indignación de la población. «Este es un golpe mortal para Beirut, somos una zona de desastre», afirmó Bilal, un hombre de unos 60 años, que no dudó en calificar a los políticos del país de «ladrones y saqueadores». Otro beirutí, Abu Jaled, acusó a la clase dirigente de haber «cometido un delito contra la gente del Líbano».

Las explosiones han acabado también con el principal silo de granos del país y se teme que la inactividad del puerto impacte directamente en la importación de alimentos y otros productos para cubrir las necesidades de los siete millones de libaneses. Según el ministro de Economía y Comercio, Raul Nehme, las explosiones han echado a perder el 85% del grano que había almacenado y advirtió de que las reservas apenas dan para un mes.

El Gobierno libanés decretó tras la tragedia el estado de emergencia, que se prolongará durante al menos dos semanas. Un gran desastre para un país con una historia tormentosa. H