No sé si los hombres excepcionales llegan a santos. Y menos aún si hacen milagros después de muertos para que se les reconozca la valentía que tuvieron en vida de luchar por causas justas. Solo sé que la Latinoamérica que defiende la justicia y la dignidad ha visto reconocido a uno de sus mejores hijos: el arzobispo Óscar Arnulfo Romero, al que millones de personas rinden desde hace décadas agradecimiento y memoria de santidad.

Romero fue asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras decía misa en la capilla del hospital de la Divina Providencia de San Salvador. Lo mató la extrema derecha confabulada con generales fanatizados. En 1989, en plena guerra civil, asesinaron a los jesuitas españoles Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Amando López, Juan Ramón Moreno y Joaquín López. Ha tenido que ser el primer papa latinoamericano, el jesuíta Francisco, quien rompa la resistencia de los sectores más conservadores que tienen a Romero y Ellacuría como cuasi guerrilleros.

Si decimos que Romero es un santo de la izquierda es la visión corta de la derecha, la política y la eclesiástica. Hasta un Papa que es santo exprés como el polaco Karol Wojtila lo maltrató en vida, ordenándole que rebajara la crítica a los militares. Juan Pablo II desoyó las denuncias que Romero le llevó hasta el Vaticano, las del asesinato de varios de sus sacerdotes.

Tampoco quiso saber de él después de muerto, impidiendo su acceso a la beatitud primero y a la santidad más tarde. Juan Pablo II prefirió regalar esos honores celestiales a Josemaría Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei, una organización ultraconservadora nacida en oposición a los jesuitas.

Es una ironía del destino que el recuerdo de sus actos en vida le lleve a un altar político al que no perteneció en vida. Cuando Pablo VI, que también será santo, le nombró en 1977 arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero estaba considerado miembro del sector conservador en contraposición a Rivera Damas, al que se suponía progresista porque se preocupa de los pobres.

Fue el asesinato del sacerdote Rutilio Grande, amigo y estrecho colaborador de Romero, lo que aceleró su conversión, su militancia de la denuncia de los abusos militares y de las bandas de la extrema derecha.

Le pasó como al brasileño Herder Cámara, el obispo rojo para sus enemigos, que afirmó que cuando uno vive mucho tiempo cerca de la miseria queda preñado de ella.

Ha tenido que ser el papa Francisco, que tampoco es un peligroso izquierdista, quien ponga algo de cordura en la composición del banquillo de los santos, demasiado escorado a la derecha. Fue Juan Pablo II uno de los causantes al proclamar 482 santos y 1.345 beatos en sus casi 26 años y medio de papado, muchos de ellos mártires de la guerra civil asesinados por «los rojos», como le gusta decir al cardenal Rouco Varela. Una vez le pregunté si no había santificables en el lado de la República y respondió que los rojos no eran católicos.

En la Iglesia, como en la política de EEUU, no existe derecha e izquierda, sino extrema derecha y derecha civilizada. Romero y Francisco pertenecen a la segunda. No confundir con el sector del ahora célebre obispo de San Sebastián, el del demonio en las feministas.

Uno de los primeros gestos del Papa actual fue recibir en el Vaticano al sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, el padre de la Teología de la Liberación, corriente impulsada tras el Concilio Vaticano y cuyo «pecado» fue decir que en el Evangelio hay un mandato especial para trabajar con los más desfavorecidos.

La contrarreforma

Muertos Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo I, considerados progresistas en contraposición a Pio XII, llegó la contrarreforma, el cerrojazo de Juan Pablo II y de su brazo intelectual Ratzinger. Fueron el azote de todo lo que oliera a Teología de la Liberación. Ser Papa es como tener mayoría absoluta, permite nombrar cardenales afines y determinar el tono ideológico del colegio cardenalicio, el que elige los Papas diga lo que diga el Espíritu Santo.

El mismo Juan Pablo II que en 1983 amonestó a Ernesto Cardenal, sacerdote, poeta y ministro sandinista, dio la comunión cinco años después a Augusto Pinochet acompañándolo en el balcón del Palacio de la Moneda, refrendando su dictadura. Ya se lo dijo a Romero la única vez que hablaron en el Vaticano, «si es católico, algo bueno debe tener». Se refería al general Carlos Humberto Romero Mena, responsable de numerosos asesinatos de campesinos y de sacerdotes.

Ahora, todos santos, los de muy de derechas y los otros. Mientras, en el mundo laico preferimos hablar de referentes éticos. Y entre ellos, Óscar Arnulfo Romero es uno de los grandes.