Las crónicas alababan el modelo singapurés en los albores de la pandemia. Las ágiles restricciones fronterizas impuestas, los detectivescos rastreos de líneas de contactos de contagiados, las cuarentenas quirúrgicas y los test masivos y gratuitos redujeron los casos a un puñado de centenares y permitieron que la vibrante capital financiera siguiera funcionando a pleno pulmón. Nadie defiende hoy el modelo de la ciudad-estado: lidera los contagios en el sudeste asiático, ha interrumpido su actividad y, sobre todo, subraya los riesgos de desatender a los sectores marginales.

El pertinaz olvido de los más de 300.000 inmigrantes laborales apretados en dormitorios de la periferia ha sido fatal esta vez. Llegados desde Bangladesh, India, Myanmar o China para emplearse en la construcción, limpieza, manufacturas o astilleros a cambio de 400 euros mensuales cuando la media nacional roza los 3.000 euros. Casi 18.000 de los 20.000 contagios nacionales han sido detectados en esas viejas fábricas habilitadas a la carrera como viviendas. Sirve de ejemplo el 1 de mayo: 905 nuevos contagios en los barracones y 11 fuera. Aseguran las estadísticas oficiales que Singapur solo cuenta con 20 muertos pero la organización Home dice que al menos otros cuatro emigrantes fallecidos sufrían los síntomas del virus.

veinte EN UNA HABITACIÓN / «Los dormitorios eran una bomba a punto de explotar», ha denunciado el activista y abogado Tommy Koh en Facebook. No es una metáfora hiperbólica. El distanciamiento social es utópico cuando una veintena de trabajadores se juntan en una habitación, comparten comedor y baños o se desplazan hacinados en furgonetas cada mañana a sus respectivos centros de trabajo. Algunos incluso alertaron de que carecían de suficiente jabón para lavarse las manos, una de las medidas más eficaces para alejar el virus.

El ministro de Desarrollo Nacional, Lawrence Wong, anunció estrategias diferentes para los dormitorios y para la que definió como «nuestra comunidad». Para esta contempla el conocido circuit breaker: docencia por internet, cierre de negocios no esenciales y salidas restringidas con multas a los que no respetan las distancias mínimas. El régimen, que debía concluir el 4 de mayo, ha sido prorrogado hasta junio.

Los primeros padecen medidas más estrictas. Tienen prohibido trabajar, los sintomáticos son derivados a instalaciones públicas y el resto no puede salir de los dormitorios e incluso de sus cuartos. La comida gratis, las tarjetas telefónicas con acceso a internet y las órdenes del Gobierno a los empleadores de que sigan pagando sus salarios no han menguado su miedo y ansiedad, denuncian las organizaciones de derechos humanos.

«No se tomaron su situación en serio al principio porque viven segregados de la población y, cuando lo hicieron, ya era tarde», aclara por teléfono Rachel Chhoa-Howard, investigadora de Amnistía Internacional para el área del sudeste asiático. «Ahora practican test masivos y los están aislando, pero sabemos que siguen produciéndose contagios porque quedan asintomáticos. Su evacuación y el tratamiento médico a los diagnosticados llegaron tarde. El Gobierno dispone de recursos suficientes para ir más allá», añade. Los recursos no se discuten: los estudiantes singapureses y expatriados regresados han pasado la cuarentena en hoteles de cinco estrellas con vistas a la bahía pagados por las arcas públicas.

Singapur sintetiza el celebrado auge asiático frente a la decadencia europea. El modelo se estudia en toda las escuelas económicas: sus dirigentes entendieron medio siglo atrás que ese pedazo de tierra únicamente podría prosperar con fuertes inversiones en educación, mucha industrialización y una economía centrada en la exportación.