Cuando el 17 de diciembre del 2017 Austria selló su nuevo Gobierno, Rusia tuvo motivos para sonreír. El flamante canciller Sebastian Kurz entregaba al ultraderechista Partido por la Libertad (FPÖ), encabezado por el antiguo neonazi Heinz-Christian Strache, el control del aparato de seguridad del Estado. Contrarios a la inmigración y cercanos a Moscú, sus miembros tomaron las riendas de ministerios tan importantes como Defensa o Interior, la cartera de la que dependen los servicios de inteligencia.

Su llegada al poder no tardó en traducirse en ventajas para el Kremlin. Desde entonces, Viena ha pedido una “revisión” de las sanciones a Rusia por su invasión de Crimea y, distanciándose de sus socios europeos, se ha negado a expulsar a los diplomáticos rusos como represalia a la participación de sus servicios secretos en el envenenamiento de Serguéi Skripal en Londres.

No sin relación, en el 2016 el FPÖ selló un acuerdo de cooperación con Rusia Unida, el partido de Vladímir Putin. La cercanía con Moscú ha llevado al Reino Unido y a los Países bajos a desconfiar de los servicios de inteligencia de Viena (BVT) y a reducir drásticamente su intercambio de datos. La redada contra el responsable de la sección de extremismo de la agencia también despertó el malestar de los aliados. Además, el año pasado se detuvo a un coronel del ejército austríaco por haber espiado para Rusia durante décadas.

Consciente de que esa sospecha también se debe a los vínculos entre el FPÖ y grupos identitarios filofascistas, Kurz ordenó ser informado por la inteligencia para limitar la influencia de sus socios.

Sin embargo, la sintonía entre la extrema derecha y el Kremlin es ya demasiado obvia: el pasado verano Putin incluso se permitió acudir a la boda de la ministra de Exteriores, Karen Kneissl, y bailar con ella ante la plana mayor del Gobierno de Viena.