En sus contadas comparecencias públicas de los últimos meses, Michael Cohen se ha presentado como un hombre arrepentido, cansado de mentir y liberado del peso asfixiante de la omertá desde que empezó a cantar como un jilguero ante la justicia. Aquel pitbull de Donald Trump, que iba en Porsche a la universidad y sacaba la llave inglesa sin contemplaciones cuando urgía cerrar en seco la última fuga en la Torre Trump, es ahora un personaje marchito y ojeroso, como un viejo don de Los Soprano que ha roto con su pasado y busca la redención entre botes de pastillas y confidencias a las autoridades. «He terminado con las mentiras, he terminado con la lealtad a Donald Trump. Mi lealtad pertenece ahora a mi mujer, mis hijos y mi país, dijo el mes pasado en una entrevista a ABC News.

Cohen se ha convertido en uno de los problemas realmente serios del presidente de Estados Unidos, más que la batalla política del Muro o muchas de las polémicas vacuas que cada día aparecen en su Twitter. Quien fuera su abogado personal durante una década, su mano derecha y fixer para todo, ha aceptado una invitación para declarar bajo juramento en el Congreso, donde pretende aportar una «explicación completa y creíble» de su trabajo para el magnate. Esa comparecencia, prevista para el próximo 7 de febrero, ha despertado una enorme expectación en Washington, donde se conocen las ganas de Cohen de ajustar cuentas con su antiguo patrón, por el que llegó a decir que estaría dispuesto a encajar una bala para protegerlo.

Todo aquello es historia, como quedó patente en agosto, cuando Cohen se declaró culpable ante un tribunal federal de fraude fiscal, falso testimonio y violación de la ley electoral. En su caída implicó directamente al presidente, tras sostener que actuaba a instancias suyas cuando pagó cientos de miles de dólares a la actriz porno Stormy Daniels y la modelo Karen McDougal para silenciar en plena campaña los presuntos affaires extramatrimoniales que el magnate habría tenido con ellas. «Sentí que era mi obligación cubrir sus sucias obras», dijo ante el juez refiriéndose a Trump.

Cohen fue condenado a tres años de prisión, aunque podrían ser más porque en una causa paralela admitió haber mentido ante el Congreso sobre sus gestiones en plena campaña para construir un rascacielos Trump en Moscú, misión que le puso en contacto con varios allegados de Vladímir Putin. Desde entonces ha pasado más de 70 horas declarando ante los fiscales de Manhattan y el equipo de Robert Mueller, el hombre que investiga los lazos de la campaña del republicano con la trama rusa para interferir en las últimas presidenciales de EE UU.

Como el ‘Watergate’

De ahí el interés de su próxima comparecencia en el Congreso. Algunos ven un paralelismo con 1973, cuando John Dean, el antiguo consejero de Richard Nixon y figura clave en el encubrimiento del caso Watergate, dejó boquiabierto al país al implicarse a sí mismo y al presidente en un delito de obstrucción a la justicia. Un año después Nixon presentó su dimisión.

«Si Michael Cohen testifica en abierto ante un tribunal, su credibilidad será despedazada», dijo David Dorsen, uno de los consejeros del Comité del Senado que investigó el Watergate. A su favor tiene documentos y cintas de sus conversaciones con el magnate, pero la campaña para presentarle como un mentiroso patológico que solo busca salvar el pellejo lleva meses arreciando. Tanto Trump como Rudolph Giuliani, su abogado, han dicho que es un «pedazo de mierda», «una rata» y una «persona débil», la misma jerga mafiosa de los personajes de Los Soprano.