Sola; sin marido, ni hermano, ni hijos; con el único sustento de una pensión y armada de "recuerdos". Siete años y medio después de aquella mañana del 11 de julio de 1995, Hatidza Mehmedovic regresó a Srebrenica. Sin saberlo entonces, aquel día vio por última vez, en la sala de estar de su casa, a su esposo Abdulá y a sus dos únicos vástagos --Azmir y Almir-- antes de ser deportada en autobús hacia territorio controlado por el Gobierno bosnio.

Quiso instalarse de nuevo en la ciudad donde todos los miembros varones de su círculo familiar más íntimo fueron ejecutados, en los días siguientes a aquella fatídica jornada, por paramilitares serbios y el Ejército del Drina, con plena impunidad y ante la impotencia de 400 cascos azules holandeses allí estacionados. Volvió como un acto de resistencia frente a la tenacidad de los genocidas, para recuperar el hogar donde siempre había vivido y en el que, durante su ausencia, se había instalado una familia serbia que se negaba a marchar. Retornó para negar el saludo e intercambiar diarias miradas de desprecio con aquellos vecinos serbios --"no todos son culpables, solo algunos", puntualiza-- que participaron o fueron cómplices de la matanza sistemática y premeditada de más de 8.000 musulmanes, la mayoría hombres y adolescentes de entre 16 y 40 años.

Números abrumadores

Srebrenica era, antes de la década de los 90, una pequeña población bosnia de montaña como tantas otras, con casas unifamiliares y anodinos edificios de apartamentos, rodeada de prados y dotada de vistas espectaculares. El 75% de sus 38.000 habitantes eran de confesión musulmana, unos números abrumadores, que, sin embargo, no consiguieron salvarla, en las postrimerías de la guerra de Bosnia-Herzegovina, de la tenacidad genocida de Radovan Karadzic.

Porque la localidad, además de ser un enclave musulmán declarado "zona de seguridad" por el Consejo de Seguridad de la ONU, era un oasis leal al Gobierno bosnio en medio de territorio controlado por los serbios, situado estratégicamente en las proximidades de la frontera con Serbia y que, además, impedía la continuidad territorial de la república Srpska. Hoy, el escenario de la peor atrocidad cometida en Europa desde la segunda guerra mundial es una apacible localidad de tamaño medio, donde las matemáticas étnicas se han revertido en favor de los serbios, donde muchos de sus habitantes prefieren callar y donde los musulmanes que han regresado buscan hacerse notar abriendo cafés y reconstruyendo, a base de donaciones, las mezquitas destruidas durante la guerra. "Las autoridades de la república serbobosnia nos ponen problemas para levantar de nuevo las que existían antes de la guerra", apunta la dueña de un local de kebab .

Ante la tumba

Tres días después del arresto de Karadzic, llueve en el cementerio memorial donde están enterrados los cadáveres hallados hasta ahora. Los recuerdos y padecimientos de aquel entonces abruman de nuevo la mente de Susic Jakub frente a la tumba de su hijo Jasmin, nacido en 1974.

Regresan las imágenes de aquel mes y medio que Susic pasó perdido en los bosques del este de Bosnia, intentando zafarse del hostigamiento de unas tropas serbias que, enteradas de que miles de hombres musulmanes intentaban romper el cerco y llegar a territorio controlado por el Gobierno bosnio, desataron en la región una auténtica caza al hombre. "Las tropas de la ONU nos habían dicho que los hombres jóvenes y sanos podrían intentar huir a través de los bosques", recuerda Susic. Le cuesta explicarse porqué él consiguió ponerse a salvo, mientras sus tres hijos, su hermano y su primo fueron ejecutados por tropas serbias.

Fatigada y hasta irritada, Hatidza Mehmedovic se encamina hacia la salida del cementerio. Es la enésima vez que acude a recitar la fatiha (primeros versos del Corán) ante la tumba de su hermano Hamed, el único miembro de su familia cuyo cuerpo se ha recuperado.