La Corte Internacional de Justicia (CIJ) empezó ayer el juicio en el que se acusa a Birmania del genocidio de la minoría musulmana rohingya. La consejera de Estado de Birmania, Aung San Suu Kyi, Nobel de la Paz, ha consternado al mundo al encabezar la delegación que tratará de impugnar la acusación de Gambia ante la CIJ para defender a su país. La acusación se refiere a dos oleadas de brutales operaciones militares del Ejército birmano en el 2016 y 2017, en las que miles de civiles fueron asesinados y más de 800.000 rohingyas huyeron a Bangladés.

Aung San Suu Kyi defenderá en La Haya a su país de lo indefendible. No será fácil para la lideresa birmana, depositaria de los ideales de la democracia y la libertad cuando luchaba contra la dictadura militar y desdeñada hoy como traidora por gobiernos y organizaciones de derechos humanos. Su pasotismo o complicidad con la tragedia de la etnia musulmana la ha llevado al banquillo de acusados con su reputación ya embarrada.

Gambia, país del África occidental y con mayoría musulmana, denunció en noviembre a Birmania por genocidio. Esta semana pedirá al panel de 15 jueces que la obligue a detener los desmanes con los rohingyas o, al menos, que dicten medidas provisionales inmediatas en un proceso que podría alargarse durante meses. Es el primer caso de un país que denuncia a otro en la CJI sobre un asunto que no le atañe directamente. Las atrocidades están documentadas. Un informe del año pasado de la ONU hablaba de «voluntad de genocidio» y de «atroces violaciones de derechos humanos» del Ejército birmano con el amparo de los discursos de odio racial y la destrucción de pruebas del Gobierno civil. Birmania justifica las campañas militares en la lucha contra el terrorismo.

El informe de la ONU se centraba en lo ocurrido después de que un ataque del Ejército de Salvación Rohingya Arakan a comisarías y bases militares dejara decenas de muertos. La respuesta militar fue inmediata e indiscriminada: asesinatos, violaciones grupales, quemas de poblados... Dejó unos 10.000 muertos y empujó a la diáspora a 700.000 rohingyas. Huyeron a la carrera y vagaron a la deriva hacinados en barcos herrumbrosos. La mayoría malvive aún en campos de refugiados de Bangladés en condiciones infrahumanas.