El presidente de Ecuador, Lenín Moreno, terminó ayer de sellar la suerte de su vicepresidente Jorge Glas. Condenado a seis años de cárcel por sus vínculos con la constructora brasileña Odebrecht, Glas había estado 90 días «ausentado temporalmente» de un cargo al que no regresará. Moreno quiere utilizar el escándalo Odebrecht para profundizar su sórdida pelea con el exmandatario Rafael Correa. Pero lo que ha ocurrido con Glas en Ecuador estuvo a punto de suceder en Perú con el jefe del Estado, Pedro Pablo Kuczynski, y puede repetirse en cualquiera de los países donde la empresa jugaba fuerte esas cartas que, al quedar a la vista, la convirtieron en mala palabra.

El crecimiento exponencial de Odebrecht dentro de Brasil y en toda Sudamérica entre el 2008 y el 2015 fue acompañado por el Partido de los Trabajadores (PT) de Lula y Dilma Rousseff como parte de una estrategia de expansión del capital brasileño que llegó incluso a África, Oriente Próximo, Europa y EEUU. Odebrecht pasó a representar lo mismo que Samsung en Corea del Sur. Carreteras, electricidad, plástico, gas, petróleo, centrales nucleares, agua, agroindustria, sector inmobiliario, defensa, transporte, finanzas, seguros, servicios ambientales, presas, petroquímica.

El poder de la multinacional llegó tan lejos que se instaló en Cuba desoyendo a la Casa Blanca. Odebrecht no solo se metió en el negocio del azúcar (del que acaba de salir). Algo más importante: los Castro le encargaron la reforma del puerto de Mariel. Cuando aún nada se sabía del restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Washington y La Habana, un brasileño se quedaba con la cabecera estratégica. Según relataría un miembro de la familia Odebrecht, lo del puerto de Mariel fue un pedido de Hugo Chávez a Lula. A la inteligencia norteamericana no se le pasó por alto semejante osadía.

Marcelo Odebrecht, conocido como el Príncipe, de 49 años, nieto del fundador y tercera generación al frente de una multinacional con presencia en 25 países, se presentó ante los fiscales brasileños encargados de arrojar luz sobre los negocios alrededor de la petrolera estatal. Lo acusaban de haber repartido sobornos a granel dentro y fuera de Brasil para garantizar el crecimiento del grupo. En principio, el Príncipe se negó a colaborar con la fiscalía, pero la debacle del grupo lo obligó a volver sobre sus pasos. Habló entonces sobre cómo se inflaban los valores en los contratos y se repartían las diferencias entre ejecutivos de la petrolera, empresarios del grupo y políticos -desde candidatos presidenciales a legisladores o figuras de peso- que velaban por esos favores. No perdió la oportunidad de la autoindulgencia y dijo que sus obras -carreteras, presas, energía- se hacían de maravilla. También contó a dónde iba el dinero pactado: Suiza, Andorra u otro paraíso fiscal. Otros 77 gerentes del grupo aportaron mucha más información para reducir sus condenas.

las repercusiones / Mientras, sus revelaciones tienen el efecto de las réplicas que siguen a un terremoto: en Brasil no ha quedado figura fuera de su madeja, el chavismo y sus opositores recibieron dineros y dádivas y se acusan mutuamente, y el presidente peruano Kuczynski estuvo a punto de ser destituido por «incapacidad moral» al no haber blanqueado sus vínculos con la constructora. Pero sus acusadores, los fujimoristas, también tienen sus lazos secretos con Odebrecht. El exmandatario Ollanta Humala se encuentra actualmente bajo arresto domiciliario y el primer presidente de la era posdictatorial, Alejandro Toledo, prófugo.

En Colombia, el odio entre el expresidente Álvaro Uribe y su sucesor, Juan Manuel Santos, encuentra un punto en común: los dólares recibidos en algún momento por parte de la multinacional para alguna campaña proselitista. La justicia argentina sabe que hay mucho que explorar sobre Odebrecht. Pero, como advirtió el periodista Horacio Verbitsky, investigaciones como la del soterramiento de un ferrocarril estratégico se detienen en un punto tan ciego como peligroso: el de los vínculos del potentado brasileño con la familia del presidente Mauricio Macri.