El 2010 marcó la tendencia hacia un futuro incierto de Egipto. Comenzó con la enfermedad del presidente, los rumores sobre su hijo Gamal como heredero, pasando por la erupción de la esperanza de El Baradei y la vuelta al sistema del partido único en unas elecciones que dejaron muchas dudas sobre su limpieza; finalizó con el horror del ataque terrorista a la iglesia de Alejandría. Y el 2011, como era previsible, empieza con el ritmo que impone la revuelta de Túnez en los jóvenes árabes: una nueva vía para perder el miedo y tomar las calles para exigir los cambios prometidos desde hace décadas.

A los egipcios ya no se les puede pedir que elijan entre seguridad y libertad en un año decisivo de elecciones presidenciales; por eso las manifestaciones más importantes desde 1977 han recorrido todo Egipto, miles de participantes de todas las edades exigiendo libertad y pan. Las autoridades deben responder a estas aspiraciones e impulsar verdaderas reformas políticas, económicas y sociales.

Ya no pueden culpar de todos sus males a la injerencia de otros países, la realidad es más compleja: no deja de crecer el malestar social y la tensión religiosa. Las autoridades son responsables porque todos esos problemas no podrían impactar en la población si el cuerpo del país de los faraones no estuviera enfermo por la parálisis política, los problemas econó- micos y sus consecuencias sociales, y la falta de garantía de la igualdad de derechos entre los ciudadanos. El resultado de esta combinación y la desesperación de una mayoría resignada es un cóctel explosivo que agujerea las paredes de la unidad del país permitiendo así la entrada de vientos huracanados de procedencias diversas. Si el enfermo no lo remedia rápidamente, se verá abocado a un diagnóstico incierto.

Guste o no, Egipto y otros países de la zona tienen muchos problemas y las autoridades no pueden ignorarlos, ya no se puede pacificar a la población con una dosis de droga como es la generosidad de las subvenciones sobre el pan o el azúcar; estas medidas sirven solo para ganar tiempo, porque el poder se consolida mediante la distribución de puestos de trabajo, las rentas y la riqueza. Mientras se monopolice el control de la riqueza, la gente presionará exigiendo cambios.

Los ecos de Túnez están llegando a toda la región. Y Egipto es un espejo donde se mirarán la mayoría de los pueblos árabes; por eso hay que actuar de forma rápida, con valentía, en una batalla pacífica que garantice un Estado democrático, con un poder ganado en las urnas, que luche contra la pobreza y el sectarismo. En definitiva, crear un nuevo marco de relaciones y libertades donde se encuentren cómodos todos los que forman parte de este milenario mosaico egipcio que todavía está a tiempo.