El reencuentro de Wajiha Nassar, a mediodía de ayer, con su casa de Aaita ech Chaab, bastión del Partido de Dios junto a la frontera israelí, fue toda una prueba de fortaleza de espíritu. Sin pronunciar un lamento, comprobó que los impactos de obús habían dejado enormes boquetes en las paredes y que la planta baja estaba cubierta de cascotes. Pese a poder divisar desde su terraza territorio israelí, en ninguna guerra anterior con el vecino del sur, esta mujer había sufrido semejantes destrozos, que eran una simpleza en comparación con los de su vecino, cuyo hogar de tres plantas ya solo tenía una altura.

Como Wajiha, miles de libaneses aprovecharon que las armas callaron a partir de las ocho de la mañana para regresar a sus pueblos y comprobar que gran parte del sur era ya una sucesión de escombros y desolación. Tras proclamar la victoria "estratégica e histórica para el Líbano, para la resistencia y para la comunidad islámica", pero también comprobar que la guerra total había dejado en ruinas a una parte importante del país, el líder de Hizbulá, Hasán Nasralá, prometió dar "una indemnización" a los afectados "sin tener que esperar al Gobierno".

PROFUNDO TRAUMA Pero ninguna indemnización ahorrará a Wajiha la dolorosa impresión que recibió ayer nada más regresar de Rmeich, el pueblo cristiano vecino de Aaita ech Chaab donde se había refugiado durante la guerra. "No siento nada, no quiero decir nada", susurró.

También como consecuencia de la tregua, Alí Fuani pudo reencontrarse con su padre, Mohamed Hasán Fuani, pastor de 70 años. Lo halló tumbado en un colchón, sin poder andar, con los pies desnudos y las plantas ennegrecidas, en un pestilente pasillo del Hospital Gubernamental de Tebnine, lugar que sirvió de refugio a dos millares de desplazados. Cuando lo vieron, él y su mujer Hadija Jahafir rompieron a llorar y le abrazaron. Entre lágrimas, Alí solo alcanzó a explicarles: "Todas las vacas están muertas".

POSICION EN UN FRENTE El Hospital Gubernamental de Tebnine fue algo así como una posición enclavada en medio de un frente bélico. Las laderas que rodean al centro fueron intensamente bombardeadas. Pero el domingo, a las seis de la tarde, cuando el Ejército israelí se lanzó a una especie de esprint militar, cayeron en las mismas puertas del centro bombas de racimo, cuyos restos eran bien visibles ayer en las primeras horas del cese de hostilidades, tal y como pudieron comprobar este diario y otros medios de prensa extranjera.

Pese al escepticismo aireado por muchos, la tregua entre Israel y la milicia del Partido de Dios se mantuvo ayer en líneas generales e incluso se consolidó. Tan solo se produjo un incidente armado aislado --en el que perdió la vida un miliciano de Hizbulá-- que empañó una jornada en la que ambos bandos cumplieron con sus compromisos y dejaron de atacarse. Sin embargo, la ciudad de Tiro vivió una noche del domingo al lunes especialmente agitada, en la que las explosiones y los disparos estuvieron presentes hasta pocos minutos antes de que comenzara el cese de las hostilidades.

Lo cierto es que este cese, sin que haya ningún compromiso para la vuelta a Israel de los dos soldados secuestrados al inicio del conflicto, y después de cinco semanas en que la lluvia de katiuskas contra el norte de Israel no cesó, fue acogido como un triunfo por los chiís. Por las calles de Tiro comenzaron a circular numerosos vehículos que hicieron sonar sus cláxones y enarbolaban banderas de Hizbulá e insignias libanesas.

El Partido de Dios distribuyó panfletos en los que proclamaba que es "la victoria de Dios", lograda "gracias a los combatientes islámicos y a su paciencia". Combatientes que ayer estaban bien a la vista de todo el mundo en Aaita ech Chaab, armados con sus walkie-talkie y dirigiendo los movimientos de la Defensa Civil y de la prensa extranjera. Combatientes que mostraban, orgullosos, latas de atún, carne enlatada y pepinillos con inscripciones en hebreo y arrebatadas, según ellos, a soldados israelís que habían irrumpido en la población durante la guerra. Y entre los combatientes, Abdelkarim Dakdouk y Nahila Dakdouk, padre e hija, de 95 y 60 años, que durante la guerra resistieron en las ruinas de Aaita ech Chaab y que ayer daban gracias a Dios por haber sobrevivido.