Donald Trump eligió anoche al juez Brett Kavanaugh para ocupar la plaza vacante del Tribunal Supremo, un católico de 53 años de sólido pedigrí conservador y estrechos vínculos con el establishment republicano. Kavanaugh tendrá que superar la criba del Senado para ser finalmente confirmado, pero si lo hace, la mayor instancia judicial de Estados Unidos tendrá una mayoría de jueces escorados a la derecha, un dibujo llamado a tener enormes consecuencias para el futuro del país. Esa fue una de las promesas de campaña de Trump, quizás la más trascendental para ganarse el apoyo de las bases conservadoras que desconfiaban de su trayectoria y su endeble ideología. Como presidente no les ha decepcionado. En menos de dos años ha alterado el equilibrio del Supremo y ha nombrado a más jueces federales de perfil conservador que cualquiera de sus predecesores a estas alturas de mandato.

No es un logro menor en un país donde las grandes decisiones políticas, o al menos las más controvertidas, se acaban dirimiendo en el Supremo. Es allí donde se aprobó el matrimonio homosexual o el aborto, donde se refrendó la discriminación positiva para aumentar las oportunidades de las minorías o donde se dio una interpretación laxa a la Segunda Enmienda para amparar el derecho individual a portar armas. Las grandes conquistas de la América progresista corren serio peligro. Si Kavanaugh acaba ocupando la plaza vacante de Anthony Kennedy, el imprevisible magistrado que tendía a desempatar los equilibrios ideológicos en el tribunal y que se jubiló hace dos semanas, el tribunal quedará con cinco jueces conservadores y cuatro progresistas.

Cargos vitalicios

Una mayoría que podría prolongarse durante décadas porque los cargos del Supremo son vitalicios y porque tres de los cuatro progresistas que quedan en el Tribunal tienen como mínimo 79 años. Eso significa que, si se jubilan o tienen complicaciones de salud, Trump podrá escoger también a su reemplazo. Sería ya la tercera vez que lo hace. Por caprichos del azar, en menos de dos años en el poder, ha nombrado tantos magistrados del Supremo como Bill Clinton y Barack Obama en ocho.

El juez Kavanaugh está llamado a satisfacer a los suyos. Criado en un internado jesuita de Washington y educado en la prestigiosa Facultad de Derecho de Yale, hijo único en una familia bien conectada de la capital, comenzó su carrera como pasante de Kennedy en el Supremo, el mismo juez al que seguramente reemplazará. De aquel bautismo entre la élite judicial, pasó a trabajar para Kenneth Star, el fiscal que construyó el caso para el ‘impeachment’ de Clinton y más tarde participó en la otra gran batalla de la derecha de aquellos años, el litigio del recuento de votos en Florida que acabó dando la presidencia a George W. Bush en el 2000.

Sus servicios fueron recompensados. Kavanaugh trabajó durante seis años en la Casa Blanca del tejano, que lo acabó nombrando para la Corte de Apelaciones del Distrito de Columbia, un cargo que obtuvo en el 2006 tras fracasar inicialmente por la oposición demócrata. Esta vez tiene las de ganar a la primera porque, si bien los republicanos ostentan una pírrica mayoría en el Senado (51-49), una decena de senadores demócratas de estados donde Trump ganó holgadamente se juegan la reelección en noviembre y es probable que alguno le acabe apoyando.

El "legado de Reagan"

“Siguiendo el legado del presidente Ronald Reagan, yo no pregunto las opiniones personales del nominado”, dijo Trump al anunciar su decisión en una ceremonia en la Casa Blanca. “Lo que importa no son las posiciones políticas de los jueces sino su capacidad para dejarlas de lado y hacer lo que la ley y la Constitución requieren. Estoy encantado de decir que, sin ninguna duda, he encontrado a esa persona”, añadió el mismo presidente que pone de vuelta y media a los jueces cuando fallan en contra de sus intereses.

Como ya hiciera el año pasado al nominar a Neil Gorsuch, un juez todavía más tradicionalista que Kavanaugh, para reemplazar al fallecido Antonin Scalia, Trump convirtió el proceso en algo parecido a un reality televisivo. De una larga lista de nombres, preparada por la Federalist Society y la Heritage Foundation, dos de los buques insignia del activismo conservador en la capital, se quedó con cuatro: tres hombres y una mujer. Durante el fin de semana, mientras jugaba al golf en su club de Nueva Jersey, hizo entrevistas, llamadas y alimentó el suspense. Y así hasta el lunes por la noche, cuando anunció el nombre de su candidato en horario de máxima audiencia.

Con más de 300 decisiones judiciales de envergadura a sus espaldas, Kavanaugh raramente ha contradicho las posiciones conservadoras, según el análisis de los medios estadounidenses. Particularmente, ha cuestionado las regulaciones gubernamentales, a lo que hay que sumar en perfecto alineamiento astral con los intereses de Trump, la generosa interpretación que hace del poder Ejecutivo. También priorizado los derechos religiosos a los laborales y de salud y se ha alineado con las posiciones de los amantes de las armas. Se le considera parte de la corriente 'originalista', que apuesta por interpretar la Constitución con la literalidad y la supuesta intención de sus redactores, los llamados Padres Fundadores, hace más de 225 años.

Huelga decir que entre la América progresista cunde la indignación y desánimo disfrazados con ganas de pelea. “Los senadores demócratas tienen que utilizar el proceso de confirmación para explicar a los estadounidenses cómo su Constitución está a punto de ser secuestrada por un pequeño grupo de radicales conservadores bien financiados por intereses ideológicos y corporativos”, escribió anoche The New York Times en un editorial.