Raramente pasa una semana sin que las ocurrencias y los exabruptos de Donald Trump dejen petrificado al mundo, pero los días previos a su aterrizaje en la cumbre del G-7 en Biarritz han sido especialmente surrealistas. El líder estadounidense se ha presentado a sí mismo como "el Elegido" mientras miraba al cielo y defendía su guerra comercial con China ante una nube de periodistas. Ha retuiteado con elogios a un comentarista conocido por sus teorías conspiratorias después de que lo presentara como el "Rey de Israel" y la reencarnación del Mesías. Ha cancelado su viaje oficial a Dinamarca por negarse a contemplar la venta de Groenlandia y ha calificado de "asquerosas" las declaraciones de su primera ministra. O ha dicho que los judíos que votan demócrata "son desleales o están desinformados", un viejo bulo antisemita.

La ristra de incoherencias expresadas esta semana, en la que también se ha desdicho de varios planes políticos, y sus constantes delirios de grandeza han reavivado las preguntas sobre su salud mental cuando más importante se antoja la cooperación internacional ante los nubarrones que se ciernen sobre la economía. En la cumbre de Biarritz, Trump volverá a ser el elefante en la habitación, el polvorín a vadear para que la reunión no acabe siendo un esperpento. Sus continuas críticas a las prácticas comerciales europeas o su animadversión hacia Ángela Merkel y el canadiense Justin Trudeau complican la entente en un foro donde las relaciones personales son importantes.

Pero más profundas todavía son las diferencias políticas entre los líderes de los siete países que concurrirán a la cita, particularmente en medioambiente y comercio. En contra de las posiciones tradicionales del grupo, Trump desdeña la crisis climática, defiende a ultranza sus agresivas políticas proteccionistas, obvia que la desigualdad sea un problema y está fascinado con el mismo autoritarismo que el G-7 suele condenar. El primer ministro francés y organizador de la cumbre, Emmanuel Macron, ya ha dicho que no habrá un comunicado conjunto al final de la reunión, la primera vez que sucede en los 44 años de historia del G-7. "Conozco los puntos de desacuerdo con EEUU", dijo el miércoles. "No tiene sentido".

CRUCE DE ACUSACIONES

En gran medida se quiere evitar una reedición de la bochornosa cumbre de Quebec del año pasado, que dejó aquella imagen tan simbólica de Trump sentado solo a una lado de la mesa mientras el resto de líderes le avasallan de pie desde el otro. El estadounidense acabó retirando su firma del comunicado final y se marchó antes de tiempo tras enzarzarse en un cruce de acusaciones con Trudeau. Esta vez vuelven a abundar los temas de disensión. A los ya consabidos, hay que añadir el debate sobre la imposición de una tasa universal a las grandes tecnológicas de internet, casi todas ellas estadounidenses.

Francia encabeza esos esfuerzos para gravar a Facebook o Google y Trump ya amenazó el mes pasado con imponer aranceles al vino francés como represalia. Donde sí hay acuerdo entre los dos mandatarios es en su deseo de reintegrar a Rusia en el grupo, del que fue expulsado en el 2014 tras anexionarse ilegalmente Crimea. "Creo que sería apropiado", ha dicho Trump tras acusar a su predecesor de expulsar a Moscú del G-7 porque Putin "fue más listo que él" en Crimea.