Nadie ha dormido. No lo han hecho los habitantes de los 26 pueblos y aldeas expulsados por el terremoto de sus casas con los nervios a flor de piel, ni los bomberos y los espeleólogos que buscaban debajo de los escombros a los aún vivos, ni las monjas de clausura catapultadas de repente ante un público que no las ve nunca. Tampoco los informadores, por falta de hoteles, todos con estructuras aún sin inspeccionar. Todo propiciaba una noche en vela en una ciudad atiborrada de grúas, excavadoras y manos increíblemente delicadas de socorristas que hurgaban como entre diamantes en los cúmulos de detritos, siguiendo la excitación de los perros buscapersonas.

A las dos y dos segundos de la madrugada, 23 horas después del seísmo, sacan a Marta Valente, de 24 años y con un apellido nunca más apropiado. Tiene una sonrisa en los labios y la cara maquillada por el polvo de los cuatro pisos que se le vinieron encima. Tres vigas de cemento armado se cruzaron sobre su pecho y la salvaron.

En el escenario irreal y apocalíptico de la noche iluminada por las potentes lámparas de emergencia, todo se para por un instante y la vida devuelta arranca un aplauso compulsivo de todos los presentes.

Mensaje de móvil

Sacan de los escombros a otras dos chicas y a un hombre en Tempere, barrio ultraperiférico de LIAquila. Un centenar de supervivientes en las primeras 24 horas. En esos instantes casi mágicos, 290.000 teléfonos móviles presentes en la región irrumpen al unísono con un mensaje de una operadora de telefonía: "Te regalamos 10 euros de carga como contribución, en este momento de preocupación".

Pero no hay tiempo para agradecerlo, porque la tierra sigue temblando: a las 00.32, el suelo de la plaza ondea por un temblor de magnitud 4,8 en la escala de Richter; a la una de la madrugada llega el segundo y los coches estacionados bailan. Las sacudidas se repetirán a las 10, a las 11.24 y a las 11.26 de la mañana de ayer. Desde enero, es así cada día y cada noche.

Los 400 habitantes de Onna, la aldea más afectada, a seis kilómetros de LIAquila, no han aceptado la hospitalidad de los hoteles requisados en la costa lejana. Son todos parientes o amigos y han preferido permanecer unidos como náufragos en lo que fue la plaza del pueblo, porque las calles y edificios ya no existen, transformados en montones de ruinas. Están apiñados frente a la fachada de la iglesia, a la que llaman catedral, que ondea como si fuera un bastidor de teatro y que, a cada sacudida, amenaza con derrumbarse definitivamente.

En Paganica, epicentro del terremoto, se sirven 1.400 cenas de campo y sus habitantes tampoco aceptan pasar la noche en el polideportivo construido con criterios antisísmicos. Un termómetro colgado en una pared marca entre cuatro y cinco grados bajo cero.

"La primera noche es la más difícil", explican los psicólogos presentes entre los 50.000 y 70.000 damnificados, de los que el alcalde, Massimo Cialente, dice tener controlados a 17.000. Los demás se han ido a casas de familiares. Habrá que recomponer un censo que yace en el edificio de un ayuntamiento que deberá reconstruirse. Cialente ha dormido solo una hora y en su coche.

Durante la noche, los socorristas siguen hurgando en la residencia universitaria, de cuya lista faltan aún seis jóvenes de 20 años, probablemente muertos entre amasijos de hierros y cemento armado. En las tiendas de Protección Civil, los primeros 700 huéspedes están intranquilos, tienen frío y a cada temblor salen disparados como si las lonas pudieran derrumbarse como sucedió con sus casas.

"Volver a empezar"

Amanece y en las calles desaparecidas suenan despertadores que quedaron en las ruinas de las casas abandonadas. Una señora sale de su tienda en el campamento del centro de LIAquila. Es muy anciana. Mira a su alrededor y murmura que quizá vaya a ver su casa "porque ha salido el sol". Giuseppe Pulcini, farmacéutico del centro histórico abandonado, abre su tienda porque quiere "que sea una señal de renacimiento". Algo más allá, hace lo mismo esta mañana un panadero y ofrece el pan de ayer. "Hoy estamos con todos los demás porque hay que volver a empezar", dicen las monjitas de clausura, en la cola del desayuno. Y uno de los psicólogos suelta que, tal vez, "las imágenes puedan poner en marcha estímulos positivos porque ayudan a reclasificar los problemas".