"No me iré de aquí/ profundas son mis raíces/ Yo me quedo en mi país". En medio de la debacle económica, el asedio y amenazas latentes de algo peor, el estado venezolano apenas puede articular una respuesta musical, a ritmo de salsa, frente al éxodo. Pero una canción oficial, por más optimista, no puede detener el flujo incesante. A toda hora, hay alguien que deja su vida atrás o desea hacerlo.

Nicolás Maduro ha anunciado que liberará 1000 millones de euros para embellecer 62 ciudades. Sin embargo, Caracas, como otros centros urbanos, no pueden disimular un problema mayor que su desarreglo: sus zonas vacías y, a la vez, llenas de dolor. Son los huecos que han dejado los que partieron. Florecen los negocios tapiados y edificios en los que algunos pisos tienen casi todos sus apartamentos sin ocupar. Muchos las malvendieron, como suele ocurrir en situaciones de emergencia. El dilema no es nuevo.

"Todo el mundo está planteándose la inmigración", le escribía la escritora Ana Teresa Torres a una amiga en una carta de 2007, recopilada en su libro 'Diario en ruinas' (1998-2017). Hablar en esos momentos de "todo el mundo" suponía una exageración. Era un 'mundo' de personas más parecidas entre sí: los sectores medios y altos. Una década más tarde, cuando la ONU calcula en 3,5 millones a los venezolanos que abandonaron su país, la carta personal de Torres, autora de un ensayo clave para la comprensión del chavismo, 'La herencia de la tribu', adquiere otro significado. Las historias del exilio son también las de subastas a pérdida.

Los sitios de internet están saturados de ofertas. Se ofrecen inmuebles amplios y lujosos o de un metraje acotado, precarios o a medio terminar, en barrios selectos, de la periferia o el interior. Ana Herrera tiene una inmobiliaria. El momento, reconoce, es inédito. "El que está cerca de la fecha de tomar su avión, no tiene otra alternativa que aceptar la primera oferta. Si tiene mucha suerte, le darán el 60% de lo que vale su propiedad. Es que hay muchas en el mercado y pocos compradores". Las transacciones se realizan en dólares. A veces, se intercambia una casa por dos o tres automóviles porque se piensa que son más fácil de vender.

AUTOS Y BIBLIOTECAS

En un país donde el precio de un calzoncillo de mediana calidad equivale a un salario mínimo (18.000 bolívares), la compra de un automóvil puede resultar un despropósito. Los precios de los usados también se han desplomado. No es tan sencillo desprenderse de un Toyota, un Fiat Uno, un Hyundai un Ford o un Chevrolet que tiene años de utilización. "Precio a convenir", dicen siempre los portales.

El dueño recibirá entre 500 dólares (408 euros) si el modelo tiene 10 años de antigüedad, y, como máximo, cuando se trata de camionetas sofisticadas, 10.000 dólares. Sucede además que un vendedor no tan urgido prefiere desguazar su automóvil y convertirlo en repuestos. "Solo por los neumáticos puedo conseguir unos 400 dólares", dice Juan, ex taxista.

En una ciudad que se consume a sí misma, sin descanso, las librerías apenas pueden sobrevivir. Hace 10 años que no entran libros importados. Las bibliotecas personales también están en riesgo. Entre sus anaqueles se entreveran historias, fantasías. Son el depósito de saberes y emociones. Cada biblioteca es, también, un mundo personal con la cual establece una suerte de vínculo sentimental.

Katina, la dueña de la librería El Buscón, en el centro comercial Las Mercedes, dice por eso que "cuando la gente que va, lo último que abandona son sus libros". Al momento de irse, la llaman intelectuales y lectores simples. "Nosotros les compramos las bibliotecas o las tomamos en consignación. Es una manera de mantener el vínculo con sus dueño". A Katina se le fueron sus últimos siete libreros. Ellos también le dejaron lo que tenían.

LAS JOYAS DE LA ABUELA

La ciudad que quiso ser un referente del futuro se debate en todo lugar qué hacer con el pasado. Una de esas zonas es la casa de empeño. Han proliferado. Hubo un tiempo en que los caraqueños vendían sus joyas para enfrentar un problema serio de salud o pagar la universidad de un hijo. Las expectativas se moderaron. Sirven para adquirir un neumático, resolver cuestiones de la economía doméstica o aportar los dólares para adquirir un billete de avión o bus.

La gente se desprende de las cosas con mucha tristeza. Pero "el comprador debe tener un corazón de piedra", dice el dueño de Diamond Gold. Le traen pulseras, cadenas, relojes, placas, adornos, cucharas, relojes, y paga 60 bolívares por gramo. "Oro, compro oro", grita César en la calle El Recreo, asegura tener el mejor precio de la peatonal: 90 bolívares. No solo busca pendientes o gargantillas. Siempre está a la caza de algo mayor: las piedras que traen de la región aurífera, el paraíso de la economía extractiva, y con algo de Far West, de la era Maduro. Las recibe con sigilo. Luego las lleva a fundir y analizar su calidad. En dos horas regresa con la tasación. Puede llegar a ofertar hasta 1000 dólares.

César, que participa del trasiego ilegal, de repente tiene un arrebato de conciencia política. Intuye que, "si ganan los gringos, toda Venezuela estará en venta y ellos van a quedarse con el petróleo y los minerales por baratijas".