Abdullah Almazerli está contento. No tiene la vida que todo chico de 20 años podría desear pero aún así su sonrisa y gestos de amabilidad no cesan. Sólo quiere estudiar para llegar a ser ingeniero mecánico. En Berlín ha encontrado su lugar. “Tuve que huir de Manbij, en Aleppo, porque el Estado Islámico asediaba la ciudad y el ejército de Bashar al Asad quería reclutarme en contra de mi voluntad”, cuenta con la cabeza baja. Tras negarse al alistamiento fue capturado por el ejército del régimen y encerrado durante seis días en una prisión. La guerra quebró su sueño y Abdullah dejó a su familia atrás para emprender su rumbo a Europa.

Turquía fue su primera parada y su primer contacto con los traficantes. Afortunado, pudo permitirse el lujo de pagar 5.600 euros para llegar al continente vecino a un contacto sirio que, una vez recibido el dinero, no volvió a ver. “No sabíamos quienes eran los traficantes, solo nos alertaron de que evitásemos la policía turca”, cuenta. Junto a su primo, de también 20 años, y otras 900 personas se subió a un par de barcazas que les esperaban en la costa turca. Tras siete días de odisea por el mar Egeo y el Mediterráneo en el que una tormenta les forzó a parar en Grecia, llegó a Italia.

ODISEA HACIA ALEMANIA

Los primeros días en Europa no fueron un camino de rosas. Desorientado, la policía italiana le registró para poder contabilizar el número de llegadas a su país. “En la comisaría nos dijeron que si nos negábamos a identificar nuestras huellas dactilares nos pegarían y nos mandarían a prisión”, asegura con su rostro púber marcado por el acné y contraído por la incomprensión.

Nueve días en Italia fueron suficientes para seguir su camino hacia el norte. En Suecia se estableció en casa de su tío pero después de cuatro meses en el país escandinavo las autoridades le anunciaron que tendría que ser devuelto a Italia. Incrédulo, redirigió su ruta hacia Alemania. “Mis padres querían que fuese a Mälmo pero yo siempre quise ir a Alemania, me daba igual qué ciudad”, asegura con una simpática mueca de joven rebeldía.

Hamburgo fue su punto de entrada pero, tras pocas horas, la oficina de migración le hizo subir en un bus con a otras siete personas hacia Berlín. Reducido a cifras, Abdullah es tan sólo uno de los más de 1,1 millón de refugiados que llegaron a Alemania durante el año pasado. A pesar de que el pacto entre la Unión Europea y Turquía ha conseguido frenar parcialmente el flujo hacia el continente las autoridades germanas calculan que otros 300.000 refugiados llegaran al corazón de Europa durante el 2016.

UNA NUEVA VIDA EN BERLÍN

Sus primeros días en la capital alemana tampoco fueron el sueño deseado. La administración lo localizó junto a su primo en un albergue donde tuvo que convivir con hasta 200 refugiados más de otros lugares. “Éramos demasiados”, lamenta. A pesar de que Berlín ha escenificado los problemas burocráticos de los centros para solicitar asilo y la angustia de los recién llegados por una espera que les priva de esperanza, Abdullah está satisfecho con su resolución. Tiene permiso para vivir durante tres años en Alemania.

La espera le lanzó a aprender alemán. “Estaba desorientado así que empecé con un curso por el móvil”, cuenta sonriente. Siete meses después de su llegada su nivel es más que digno, lo que le ha permitido obtener una ayuda en una escuela de formación para que inicie sus estudios.

Bajo un jersey de capucha gris y un bolso cruzado, Abdullah quiere evitar pensar en los ataques racistas que ha impulsado el auge de la ultraderecha. “Por suerte no todos los alemanes nos quieren echar”, apunta intentando evitar el tema. Prefiere centrarse en los voluntarios. “He llegado hasta aquí gracias a una mujer que me enseñó alemán y me ha encontrado un nuevo apartamento en el que ahora vivo solo”, remarca sin dejar de tocarse los dedos de la mano.

La tierna y fija mirada de ojos verdes de este joven sirio de gesto asustadizo pero próximo delata la gran carga que lleva a su espalda. Lejos de la cultura hedonista de Berlín, Abdullah sólo piensa en seguir mejorando su alemán y convertirse en el ingeniero mecánico que la guerra le robó. “No sé qué haré después pero tengo claro que no volveré a Siria”.