La noche cae temprano en Puerto Príncipe. Cuando no son ni las ocho de la tarde, la oscuridad ya ha extendido su manto y la vida pisa el freno, se tumba en el asfalto en fila a dormir, se reúne alrededor de una lámpara de queroseno y un plato de comida o algo de beber o se queda dentro de un coche aparcado en una gasolinera, prefiriendo dormitar allí que arriesgarse a pasar horas al día siguiente esperando en una cola.

Esta noche, en Martissant, uno de los sectores más deprimidos de la ciudad, un poco al sur de la parte baja de la bahía alrededor de la cual se construyó Puerto Príncipe, arde el intenso naranja de las fogatas. Las lámparas y velas iluminan con sus pequeñas llamas los rostros reunidos a su alrededor.

En el barrio no ha dejado de sentirse cierto miedo, nadie se llama a engaño pensando que está en un paraíso de seguridad y la larga fila de familias que alinean sus mantas ocupando la mitad de la carretera para dormir están organizadas tanto para intentar conseguir y distribuir abastecimientos como para defenderse. Pero sería injusto y falso hablar de terror.

Se sabe que, cuando la prisión se derrumbó por el terremoto dejando escapar a varios millares de presos, una parte de los jefes más violentos de las bandas que estaban encarcelados regresaron aquí, a su barrio. Pero los mandos de la unidad de militares de Sri Lanka que desde hace cinco años se encarga bajo mandato de la ONU de la seguridad en este área tienen la certeza de que no han actuado aún. "Los civiles les han visto, pero no han hecho nada", explica el mayor Nazir Mageed.

La principal amenaza

En la pared de una de las salas de su cuartel en Kilick, un poco más al norte de Martissant, cuelga un folio que enumera la principal amenaza violenta que ya antes del terremoto sobrevolaba este área de Puerto Príncipe. Se llaman Tibois, el grupo de Clifford, Sooray, Baz Pilate... Son bandas, y la mayoría de los miembros que los militares han conseguido señalar solo se identifican por nombre propio. La violencia no tiene apellido, pero sí armas, desde pistolas hasta M14. Otro detalle llama la atención en la lista: en al menos tres nombres, y dos de ellos son los de líderes, está anotado: "Antiguo miembro de la policía".

Los 300 militares de Sri Lanka no se han topado con ellos desde que la tierra intentó derruir Haití, no han recibido chivatazos sobre posibles ataques, ni se los han topado en sus patrullas, que realizan 28 veces a pie cada día y cuatro veces cada noche, y en furgonetas en siete rondas diurnas y cuatro nocturnas.

Lo que encuentran ahora son miles de desplazados, gente como Alexis Julien Figueroa, un exprofesor de 49 años que hasta el martes pasado trabajaba como mecánico y que desde entonces vive en la calle, donde se ha convertido en uno de los líderes comunitarios que hoy proliferan en la ciudad y que se encargan de intentar poner cierto orden. Cuando Figueroa ve una cámara, se acerca, pidiendo que no se tomen fotos, que se respete la dignidad de la gente en la calle. "¿Hacen esto mismo en otros países, retratan a la gente cuando está durmiendo?", increpa. "No necesitamos fotos, necesitamos médicos, agua... agua pura, el agua que tenemos no sirve".

Si se le explica que no hay intención de explotar, sino de transmitir una realidad de otra forma difícil de imaginar, cambia el tono. "Aquí estamos todos ya sin casa, o con miedo a volver y que no quede nada. Mucha gente no come".

Normalidad

Las camas de la nueva gran familia de la calle Martissant están colocadas al lado izquierdo de la calle, dejando el espacio para que puedan circular los coches. Y al ver interactuar a estos haitianos ahora sin techo con los cascos azules de Sri Lanka se percibe una gran normalidad. Quizá, como dice uno de los soldados, porque unos y otros saben lo que es la pobreza y la violencia.

No en todos sitios rige esa ley. Antes de llegar a Martissant, a unos kilómetros por la Ruta Nacional 2 que transita paralela al puerto, la patrulla se ha topado con un cuerpo, uno más. Si no hubieran llevado prensa en la furgoneta posiblemente hubieran pasado de largo, recordando el enclave y avisando al llegar a su cuartel a la policía o grupos civiles locales para que lo recogieran. Pero se detienen para que la prensa pueda ver.

No es un cadáver de la tierra. Es, posiblemente, la víctima de un ajuste de cuentas por drogas. Parece haber sido apuñalado. Y yace allí, recordando que la vida y la muerte hoy son noticia. Durante mucho tiempo no lo fueron. Quién sabe esta vez por cuánto tiempo lo serán.