"Si me vieras, parezco un indigente", explica por teléfono Sami Alhaw, un veinteañero empleado en una oenegé. En 13 días de operación militar israelí no se ha afeitado y solo se ha duchado dos veces. La luz y el agua corriente llegan a casa de su vecino tres horas al día. Y tienen suerte, porque el 75% de la población está sin agua. Cuando cae la primera gota, las dos familias se movilizan para recoger la que pueden. Saben que es insalubre, pero, sin gas para hervirla, no tienen alternativa.

Sami vive en el centro del norteño campo de refugiados de Yabalia, con su madre y tres de sus hermanos. De noche no duerme y, cuando tiene un rato, sestea de día. "Los bombardeos más intensos empiezan al caer el sol. Ayer, cada cinco minutos. Vives en una paranoia continua, pensando en que la próxima casa atacada será la tuya". El miércoles, primera jornada de la tregua de tres horas, salió por primera vez para ir al mercado. "No nos quedan verduras y la carne tuvimos que repartirla entre los vecinos antes de que se estropeara". Pero en el mercado casi todo estaba cerrado.

Las tribulaciones de Kayed, giran entorno a sus seis hijos. "No paran de preguntarme ´¿por qué nos matan los israelís?´. Yo creo en la convivencia y no quiero que crezcan odiando a Israel, pero no sé qué responder", dice Kayed. "Israel está creando una nueva generación de enemigos", concluye.