Las últimas lluvias han disuelto la oscura neblina, los coches avanzan donde antes había atascos, los ubicuos andamios se han retirado y se han inaugurado líneas de metro y la nueva terminal del aeropuerto. Pekín luce preciosa a una semana de su cita con el mundo y la Historia. Pero la obsesión por la seguridad amenaza con arruinar el esfuerzo y apuntalar los prejuicios que China debía enterrar.

Pekín muestra músculo periódicamente. La Asamblea Nacional Popular y los congresos del Partido Comunista Chino vienen acompañados de altas concentraciones de uniformes, cortes de calles, cierres de tiendas de falsificaciones y registros de bolsos en Tiananmén. A eso están acostumbrados los pequineses, pero es dudoso que los visitantes lo asuman con buen tono. También se encierra a disidentes y persigue a peticionarios, campesinos con tremendas injusticias que pretenden denunciar en la capital. Todo eso se ve estos días, pero en una versión exagerada. Se han desplegado misiles tierra-aire en las proximidades del estadio olímpico, y de la seguridad se encargarán 400.000 soldados y policías, además de 300.000 voluntarios.

La seguridad ha echado a mucha gente de la ciudad. Miles de emigrantes rurales de imagen poco lustrosa se han ido por el cierre de las obras que los empleaban. La comunidad negra que monopolizaba el menudeo de drogas en el barrio occidental de Sanlitun se ha esfumado junto a mendigos y prostitutas mongolas.

Limpias parecidas son comunes en todas las sedes, pero lo que provocaba chanzas se eleva aquí a graves violaciones de derechos humanos. El South China Morning Post, un diario de Hong Kong habitualmente serio, denunció por un grueso error de traducción que los bares iban a prohibir la entrada a los negros.

También ha sido criticada la política de visados, tradicionalmente laxa en China. No se les ha renovado a muchos extranjeros que llevaban años viviendo en Pekín, algunos con antiguos negocios y familia. Los que permanecen suelen ser abordados por la policía en bares y calles para que muestren sus permisos de residencia. Los registros indiscriminados son habituales en las vías de acceso a la ciudad o en el metro. La vida, habitualmente plácida en Pekín, se está complicando. Un alto responsable de seguridad chino pidió recientemente comprensión: el bien superior de la seguridad justifica algunas molestias, razonó.

Esa obsesión está disminuyendo la oferta lúdica de Pekín, tan rica como la de cualquier capital europea. La petición de independencia del Tíbet por parte de la cantante islandesa Bjork en un reciente concierto en Shanghái canceló festivales de música y dificultó la actuación de artistas extranjeros.

La policía ha cerrado bares de música en directo y terrazas, con arreglo a unos reglamentos que siempre se habían ignorado. Las concurridas discotecas del entorno del Estadio de los Trabajadores reabrirán tras los JJ.OO. Otros locales han bajado la persiana porque sus propietarios extranjeros no pudieron renovar sus visados. La falta de actos culturales llevará a la revista City Weekend, una guía del ocio mensual pequinesa, a sacar un número conjunto de agosto y septiembre. Hay temor a que se cumpla la ley, vigente, que obliga a cerrar a las dos de la mañana. La policía se reúne semanalmente con los propietarios de zonas como Gulou para recordarles que deben cumplir los horarios, echar a los borrachos y denunciar a los sospechosos.

Existe un riesgo alto de que los visitantes se encuentren una ciudad de fachada resplandeciente pero sin vida, gris y reprimida. Justo la imagen que alimenta Occidente. La obsesión china es la seguridad y con esa apuesta puede apuntalar los prejuicios que la gigantesca operación de relaciones públicas olímpica debía derribar.