Es cierto que Silicon Valley está sufriendo una demonización comparable a la de Wall Street en tiempos de la Gran Depresión, a cuenta de su excesivo control y explotación de la información en internet; del diseño adictivo de los dispositivos; de cómo ensancha las desigualdades, y del racismo y misoginia que laten en sus gigantes. En otro mundo, seguramente mejor, a los hasta ahora héroes del siglo XXI -«muévete rápido y rompe cosas», consignaban los carteles en Facebook- se les pedirían más explicaciones que consejos. Sin embargo, las librerías andan copadas de manuales en los que esta vanguardia de homo tecnologicus se dedican a explicar cómo emprender, cómo vivir y, por supuesto, cómo ser felices con recetas a menudo tan sencillas como freír un huevo.

Hace solo unos días, por ejemplo, Elon Tusk -patrón de Tesla y protagonista de una decena de títulos de autoayuda- ha enviado un mail a sus empleados en el que decía lo que todo el mundo sabe y que, no obstante, las publicaciones de estilos de vida han celebrado como revelaciones: que las reuniones excesivas son una ruina, que la comunicación debe ser rápida y sortear, si es necesario, la cadena de mando, y que no hay nada más disfuncional que un yonqui de la jerarquía. El mismo ejecutivo, investido «visionario del futuro» por la industria del crecimiento personal, suele explicar allí donde va la receta de su éxito. Por ejemplo: trabajar 100 horas a la semana - «si dedicas el doble que alguien que invierte 50, alcanzarás tu objetivo en la mitad del tiempo»-, comerse un solomillo en 90 segundos y reservar «10 horas» a la pareja. ¿Qué son los derechos laborales para alguien que describe su trabajo con la épica de un poeta pasado de anfetaminas? «Ser emprendedor -dice- es como comerse un vidrio y pararse en el abismo de la muerte».

Algo menos intensa, la ejecutiva de Microsoft Dona Sarkar también firma un puñado de manuales con preguntas del tipo «¿cuál es tu superpoder?» que, según ella, deberían ayudar a que cada cual descubriera cuál es su talento para, acto seguido, salir a toda pastilla de ese lugar tan denostado en Silicon Valley como la «zona de confort». En su último libro, Hello, world, además, Sarkar aporta algo así como el código fuente del éxito a partir de consejos de directivos de Facebook, Google, Microsoft y Amazon.

Oráculos en jefe

Hay dos ejecutivos, sin embargo, que ejercen de oráculos en jefe. El primero es James Altucher, gurú del bitcoin al que Forbes llamó «el hombre más interesante del mundo» tras recomendar a los jóvenes no ir a la universidad y menos aún comprarse una casa, y que de vez en cuando se regala clickbaits diciendo cosas como que, en adelante, vivirá con las 15 pertenencias que le quepan en una bolsa. El segundo es Mo Gawdat, matemático y exdirector comercial de Google X, que protagoniza giras mundiales tras haber reducido algo tan complejo como la felicidad a un simple ecuación matemática.

Su libro, El algoritmo de la felicidad, explica la fórmula que él y su mujer siguieron para poder convivir con la muerte de un hijo debido a una negligencia médica, unas instrucciones que son en realidad un compendio sistematizado de los grandes estribillos del coaching. De hecho, Gawdat dice que empezó a investigar la felicidad mucho antes de esta pérdida, cuando se vio convertido en alguien «agresivo y miserable» y comprendió que ni el trabajo ni el dinero -«un día, en dos clics me compré dos Rolls Royce vintage»- le acercarían hasta «ese caldero de oro que es la felicidad» y que él creía que le esperaba «al final del arcoíris del alto rendimiento». ¿Conclusión? Que «la felicidad está en nuestro interior» y que «es el pensamiento, no el acontecimiento real, lo que nos hace infelices».

Reducir a un algoritmo una compleja nebulosa como la felicidad podría ser considerado, en el mejor de los casos, una temeridad. Sin embargo, tal simplificación es de lo más cotidiana desde el auge, a partir de los años 90, de la psicología positiva -y su lema neoliberal de que «el bienestar emocional es una elección personal»- y la proliferación de dispositivos para medir las emociones, cuya información, ya saben, va directa al big data. «La psicología es muchas veces el medio que las sociedades usan para no mirarse al espejo -dispara el sociólogo William Davies en La industria de la felicidad (Mal Paso)-. Existe el riesgo de que la ciencia acabe por culpar a los individuos de su propio infortunio -medicándolos de paso- y haga caso omiso al contexto en el que se sitúa».

Y sigue: «Ahora mismo hay numerosos problemas políticos y materiales que abordar -como la precariedad, las violencias, las desigualdades o el colapso medioambiental-, en lugar de dedicar tanta atención al condicionamiento mental y neurológico por el cual experimentamos esos conflictos de forma individualizada», critica el investigador, que cifra en 500.000 millones de dólares el agujero que la infelicidad de los estadounidenses causa en su economía debido al descenso de la productividad y al gasto sanitario. Así que, como bien saben en el foro de Davos, entregado al mindfulness y sus aledaños, «el futuro del capitalismo de éxito depende de nuestra capacidad para combatir el estrés, la tristeza y la enfermedad, y reemplazarla por la relajación, la felicidad y el bienestar», añade Davies. Y en ello se emplea con esfuerzo la aristocracia de Silicon Valley, insistiéndonos en que el problema, como la felicidad, siempre está en nuestro interior.