Asus A sus 85 y 84 años Francisco y Carmen se miran fijamente y sus ojos de pestañas ya gastadas empiezan a brillar con la misma intensidad que lo hicieron por primera vez hace 53 años, antes incluso de conocerse en color. Porque lo suyo comenzó siendo un amor en blanco y negro. Ese es el color que tenían las fotografías que se enviaron el uno del otro, sin haberse visto nunca antes, y las cuales les bastó para enamorarse.

Lo cuentan sentados en la sala de visitas de la Residencia de Mayores Femar de Logrosán (Cáceres), donde viven desde hace casi un año. «Aquí estamos muy bien atendidos porque el trato es de diez o de once y no tenemos que preocuparnos de nada», dicen. En el piso de Cáceres, donde vivían, ya no podían estar, «y no queríamos molestar a mis hijos». Fue entonces cuando decidieron marcharse juntos a una residencia «que ahora es nuestra casa». Allí todos conocen su historia de amor. Una de esas que hoy no sorprendería a nadie. Porque conocerse por foto tras haberse escrito unas cuantas veces, a miles de kilómetros de distancia, y enamorarse perdidamente, está a la orden del día. Pero hacerlo hace más de 50 años no.

Francisco Pulido Merideño se marchó a Alemania con 27 años, porque en su pueblo, Torrequemada, no había trabajo. Se fue acompañado por otros cuatro amigos, con el trabajo ya buscado en una fábrica textil, haciendo la hilatura de colores. «Aunque se ganaba bastante dinero, era un trabajo muy cansado porque estaban detrás de ti con el látigo arreando», recuerda. Mientras él estaba en Alemania, Carmen Higueras Cortijo pasaba los días en Cañamero con sus padres, trabajando en casa y ayudando en el campo. Un día, la joven recibió una carta con sello alemán, aunque no era la primera. Varios emigrados a Alemania se habían puesto en contacto con ella a través de correo postal porque querían conocerla. Al parecer no era una práctica inusual, ya que muchas chicas españolas se anunciaban en los periódicos germanos para buscar pareja. Pero el caso de Carmen no fue igual. No le hicieron falta los medios de comunicación para que Francisco supiera de ella. Fue un conocido logrosano de la joven, que también había emigrado, quien le habló a Francisco de ella.

Sin embargo, no fue la única, ya que también escribió a otras cinco que se habían anunciado, de Madrid, Barcelona, Bilbao, Montánchez y Puebla de Obando. «Cogí las señas y escribí a todas en el mismo día, y todas me respondieron», cuenta orgulloso. Eso sí, eran cartas dictadas, ya que él no sabía leer ni escribir; un compañero era quien le hacía de escribano. El dilema llegó cuando a Francisco le dieron vacaciones por Navidad para volver a España y pensó: «Cómo me las apaño ahora para visitarlas a todas». Tuvo que decidirse por una sola, «¡porque no me podía quedar todas!», ríe de forma pícara.Pero para entonces, Francisco ya lo tenía claro. La última a la que conoció por carta fue a Carmen y algo llamó especialmente su atención.

Ella no tenía novio, a pesar de que rozaba ya los 30 y en aquella época pensaba que ya se le había pasado el arroz. Pero es que, al parecer, había tenido un novio y la cosa salió mal «y no me volví a fiar de ninguno». A ella tampoco le faltaban pretendientes, aunque fuera en la distancia. En el mismo día el cartero le entregó dos cartas con foto; una de un chico de Andalucía y otra del que pronto iba a ser su marido. «El andaluz estaba muy bien, pero llevaba un abrigo tres cuartos y no me fiaba mucho porque no se le veían bien las piernas». En cambio, la foto de Francisco era de cuerpo entero y vestía un traje fino «que le hacía muy guapo y señorito». Algo parecido pensó Francisco de ella, «aunque tenía muchos kilos menos que ahora», dice con guasa.

Llegó Navidad y Francisco se presentó en Cañamero a conocer a Carmen en persona. Lo hizo en el coche de línea, pero ella no pudo ir a esperarle, ya que se había hecho un esguince en la pierna derecha. En su lugar fueron dos amigas, Antonia y Maruja, «que llegaron con él muertas de risa porque por lo visto era un guasón». Ella estaba dentro sentada al brasero con sus padres y la pierna escayolada. Cuando él llegó saludó a toda la familia y lo primero que Carmen le dijo fue: «Tienes que hablar primero con mi padre», como era costumbre en los pueblos. «Y menos mal que el padre dijo que sí», recuerda Francisco entre risas, «porque si después de echar el viaje y rechazar a las demás me dice que no, me da algo».

«Pero ahí donde la ves era muy desconfiada», dispara Francisco, ante la perplejidad de Carmen. «Sé que cuando empecé a escribirla fue a la Guardia Civil de mi pueblo a preguntar quién era yo y a pedir referencias». Carmen lo niega con una media sonrisa que la delata. «Eso mismo tenía que haber hecho yo con ella, y no sé si estaríamos aquí», dice para chinchar.

Lo cierto es que hacer algo así en un pueblo pequeño y en aquellos años dio mucho que hablar, ya que no era habitual echarse un novio sin conocerle. Sin embargo, lo que sirvió para acallar bocas en Cañamero fue que cuando lo vieron «con tan buena planta, todo el mundo decía: ¡qué novio más guapo se ha echado Carmen!».

Les hizo falta poco tiempo para saber que habían acertado en la elección, y tampoco disponían de mucho más. Apenas se vieron unos días y Francisco tuvo que regresar nuevamente a Alemania. No volvió a Extremadura hasta nueve meses después, en septiembre, y lo hizo para casarse con Carmen.

Eso fue un «aquí te pillo y aquí te mato», cuenta ella, ya que todo lo preparamos por carta, «porque por entonces ni teléfono ni nada». Pero lo peor fue que a los quince días de casados, el recién esposo tuvo que volverse a Alemania y lo hizo solo. La madre de Carmen había sufrido un accidente cogiendo aceitunas unos días antes del viaje y perdió un ojo. «Así es que, aunque yo pensaba irme con mi marido, no pude, porque a ver cómo dejaba a mi madre sola». La siguiente vez que Francisco y Carmen volvieron a verse, Mª Carmen, la hija de ambos, ya tenía cuatro meses de vida. Y con la chiquilla en brazos, Francisco no pudo resistirse y decidió dejar Alemania. Desde Cañamero, los tres se marcharon a San Sebastián en busca de trabajo. Pero el clima húmedo no le vino bien al reuma de él, así es que regresaron al poco a su tierra.

«O te vienes o me voy»

En aquella época, muchos empezaban a marcharse a Suiza. Un conocido les habló de que se ganaba bastante dinero trabajando en las vías del tren «y allí que me fui, pero otra vez solo, porque los suegros ya eran mayores y mi mujer no quiso dejarles solos». Por entonces, a comienzos de la década de los 70, la pareja se había comprado un piso en la calle Antonio Hurtado de Cáceres y allí vivían Carmen y su pequeña. Hasta que después de cuatro temporadas viendo a su marido de visita, Carmen no pudo más y le dijo «o te vienes o yo me voy otra vez al pueblo y no quiero saber más». Con el ultimátum presente poco tardó en regresar Francisco y ponerse a trabajar en Cáceres en la construcción. Mientras, ella acogía a huéspedes en casa, en una habitación con tres camas para estudiantes. Fue unos años después, cuando Carmen cumplió los 42, cuando llegó su segundo hijo, Juanjo. Y más tarde vinieron los nietos: Ezequiel, Irene, Tania y Alejandro.

«Y esa es la historia de nuestra vida, que ni después de casados conseguimos estar juntos» ríe Francisco. Pero cuando lo lograron no volvieron a separarse. Tanto es así, que se agarran de la mano mientras lo cuentan, con la sensación de que el tiempo ha corrido demasiado deprisa y que a ellos se les ha escapado casi sin darse cuenta. Su matrimonio les ha sabido a poco, a pesar de haber cumplido ya las bodas de oro. «Pero aquí nos tienes, enamorados de cuatro días y seguimos juntos, pocos hoy podrían decirlo» suspira Carmen, a lo que él contesta «y así será hasta que la muerte nos vuelva a separar, como dijo el cura», mientras se vuelven a mirar fijamente con un brillo que les enciende de nuevo las pupilas.