La información relativa a los orígenes y la transmisión de la gripe de 1918 está llena de lagunas y de episodios poco claros, pero todo indica que el virus llegó a España desde Francia a través de los cientos de jornaleros españoles y portugueses que en aquellos tiempos se desplazaban al país vecino para cubrir la mano de obra vacante ocasionada por la guerra europea. El primer caso oficial en España se registró en Madrid en mayo de 1918. Con los meses llegarían a contabilizarse «entre 270.000 y 300.000 fallecimientos, tantos como los que se estima causó la guerra civil», destaca María Isabel Porras, profesora e historiadora de la medicina de la Universidad de Castilla-La Mancha.

El caso de Madrid no fue el primero en Europa. Y mucho menos en el mundo. Sin embargo, el hecho de que los medios de comunicación de los países inmersos en la contienda europea silenciaran sus decesos -fundamentalmente por motivos de censura para elevar la moral de las tropas y no dar pistas al enemigo sobre el número de bajas- hizo que la epidemia pasara a la posterioridad con el nombre del primer país en el que se habló de ello. Fue la gripe española. Como país neutral en la guerra 1914-1918, la censura en España fue menos intensa. «Aquí se informó de manera constante de la magnitud de la epidemia», resume Alfons Zarzoso, director del Museo de Historia de la Medicina de Cataluña.

Como ha documentado Anton Erkoreka, director del Museo Vasco de Historia de la Medicina, la primera nota referente a la gripe se publicó en España el 21 de mayo en el diario madrileño El Liberal. Muy poco después, El Sol incluía la siguiente información: «Parece que entre los soldados de la guarnición de Madrid se están dando muchos casos de enfermedad no diagnosticada todavía por los médicos. En un regimiento de Artillería han caído enfermos del mismo mal 80 soldados».

Además de Madrid, durante la primavera y el verano de 1918 se informó de numerosos afectados en diversas provincias como Toledo, Ciudad Real, Badajoz y Córdoba. Al principio no fue una epidemia de gran mortalidad. Nada hacía presagiar la dolorosa reaparición que acontecería en otoño. Beatriz Echeverri, que analizó profusamente la evolución de la epidemia en España en una monografía publicada hace ya dos décadas, escribe que la segunda ola se propagó velozmente en septiembre a partir sobre todo de los dos grandes ejes ferroviarios Irún-Madrid y Cataluña-Almería. Según Echeverri, el virus avanzó con facilidad aprovechando las multitudes que se congregaban en los numerosos pueblos y ciudades que durante aquel mes celebraban las fiestas patronales. Porras explica que otro de los factores que pudieron contribuir a la extensión de la pandemia fueron los jóvenes que realizaban el servicio militar en cuarteles en malas condiciones higiénicas: «Los licenciaron para frenar el problema y lo que consiguieron fue propagar la enfermedad en los lugares de origen de los quintos».

La ola otoñal de la gripe alcanzó tasas de mortalidad superiores al 15 por 1.000 en las provincias de León, Zamora, Orense, Burgos y Palencia, así como en Almería, mientras que menor incidencia se registró en Canarias, Baleares, Cataluña, Valencia y zonas de Andalucía como Málaga, Sevilla y Jaén.

Según Porras, la situación económica de la España de 1918 contribuyó en gran manera a la elevada mortalidad. «Las condiciones eran muy malas -dice la historiadora de la medicina-. Había problemas para acceder a alimentos básicos, como el pan, y a productos indispensables en aquel tiempo, como el carbón. Como la gente estaba muy debilitada, el virus lo tuvo más fácil para hacerse letal». Los hospitales no dieron abasto.

Al margen de la mortalidad, la epidemia tuvo un efecto brutal en la actividad cotidiana, resume Porras: «En muchas zonas se cerraron colegios. En otras se vio alterada la red de suministro de alimento». La media de mortalidad por gripe en España fue en 1918 de 8,3 por 1.000, según los cálculos de Beatriz Echeverri, lo que la convierte en uno de los países europeos más afectados. Además, el hecho de que se cebara muy particularmente en personas de entre 20 y 40 años supuso una «desaceleración del crecimiento de la población que perduraría durante tres décadas», concluye Erkoreka.