Anduvo Rusia a la conquista del cielo con la Revolución de Octubre y sus herederos, como escribió Romain Rolland, un pacifista? El debate ideológico, la digresión de los intelectuales dentro y fuera del redil marxista, la importancia histórica del socialismo realmente existente frente a proclamas utópicas, la propia división en el campo revolucionario entre mencheviques y bolcheviques, la revolución permanente (Trotski) frente a la revolución en un solo estado y los cambios de opinión del propio Lenin animaron siempre la discusión.

Durante los días que mediaron entre marzo y octubre de 1917, Lenin dijo que la revolución era proletaria y socialista, pero en el ocaso de su vida rectificó: sostuvo que fue, por sus objetivos, una revolución democrático-burguesa, «desarrollada luego en un sentido socialista». «No hay ninguna muralla china entre ambas revoluciones», añadió, a pesar de que entre una tesis y la otra, más que una rectificación, el pensamiento leninista dio un bandazo para que encajaran las piezas. El aguzado estilete teórico de Antonio Gramsci diseccionó la realidad revolucionaria rusa en los años 20 y llegó a una conclusión hiriente para los edificadores del Estado soviético y el capitalismo de Estado: puso en duda que una revolución pudiera considerarse socialista por el mero hecho de haber sido dirigida por el proletariado.

Del grupo dirigente del sóviet de Petrogrado, Stalin (fotografía) fue el único que percibió desde el primer momento que la discusión atañía a dos asuntos íntimamente relacionados: la conquista del poder y su naturaleza. Mientras la izquierda europea intentaba desentrañar las contradicciones entre los vaticinios marxista contenidos en El capital y la realidad de la revolución triunfante en Rusia -un país con un modelo de producción capitalista muy atrasado-, Stalin cortó por lo sano: retener el poder exigía una jerarquización del mismo en manos del partido; una jerarquización centralizada y sin disidentes, y que, al mismo tiempo, precisaba una economía de guerra estatalizada y asimismo centralizada.

El «Estado obrero degenerado» al que se refiere Trotski en La revolución traicionada es justamente el estructurado inmediatamente después de la muerte de Lenin, que se corresponde con dos certidumbres propias del pragmatismo vesánico estalinista: el socialismo en un solo Estado y la adaptación del Estado en cada momento a la correlación de fuerzas a escala internacional. La razón de Estado mediatizaba el rumbo del desarrollo del socialismo o, en palabras del diplomático Gabriel Gorodetski, «se reconocía el predominio de los intereses nacionales por encima de las aspiraciones ideológicas». El cielo siempre quedó muy lejos.

La estimación de que estas aspiraciones ideológicas primigenias eran ajenas, por lo demás, a la tradición rusa, ha sido también motivo de controversia. El escritor Alexandr Solzhenitsyn, víctima del gulag, fue, entre otros, de esta opinión, pero resulta harto discutible que pueda considerarse la cultura rusa desligada de la del resto de Europa. Por el contrario, son evidentes los vínculos europeos -de la intelligentsia, por lo menos- desde los reinados de Pedro I (1682-1725) y de Catalina II (1762-1796), y los son también los ingredientes europeos que inspiran a la izquierda rusa coetánea de Nicolás II.

Señalar también que la izquierda hegeliana tuvo en Rusia una caja de resonancia propia, es poco menos que aventurado deslindar la crisis social rusa de la historia europea y, al mismo tiempo, fueron contados los revolucionarios de 1917 que exhibieron un cosmopolitismo despegado de sus orígenes. De Mijaíl Bakunin y Piotr Kropotkin, ideólogos del anarquismo, a Gueorgui Plejánov y el propio Lenin, el doble anclaje en Rusia y en el resto de Europa estuvo casi siempre presente.