El día de autos, la escritora Valérie Solanas estuvo tres horas esperando a Andy Warhol en esa fábrica de productos pop a la que él, siempre tan irónico, había llamado The Factory. Así que cuando el gran padrino del Greenwich Village neoyorquino apareció por su estudio, ella lo siguió hasta su oficina, sacó una pistola y le pegó tres tiros. Dos de ellos erraron, pero el tercero le perforó el bazo, el estómago, el hígado y los pulmones. Un cuarto balazo alcanzó la cadera del crítico de arte Mario Amaya. Y cuando se dispuso a apretar el gatillo contra la cabeza del mánager del artista, Fred Hughes, la pistola se encasquilló. Solanas huyó del lugar y la misma tarde de aquel 3 de junio de 1968 se entregó en Times Square a un policía que, atónito, vio cómo una mujer visiblemente confundida decía: «Yo disparé a Andy Warhol. Tenía demasiado control sobre mi vida».

En adelante, ya nada no fue lo mismo para ninguno de los dos. Warhol arrastró las heridas toda la vida. De hecho, falleció en 1987 en una operación derivada de las secuelas de aquel día. Y durante décadas, Solanas -que había sufrido abusos paternos, había vivido en la calle desde los 15 años y conocía a Warhol de haber aparecido en un par de sus películas y de haberle insistido para que le produjera una obra cuyo manuscrito este perdió tras causarle algún bostezo- ocupó una de las esquinas del altar norteamericano de lunáticos ilustres.

Calle y psiquiátricos

De la misma manera, su obra, Manifiesto Scum, publicada también aquel 1968, pasó a recibir tratamiento de curiosidad manicomial, a pesar de ser una andanada pionera y feroz contra la sociedad patriarcal y un desmontaje satírico y pasado de vueltas del sexismo y de la dominación masculina. Tras la agresión, Solanas fue encerrada en un psiquiátrico, le diagnosticaron un trastorno esquizoide paranoide y fue condenada a tres años de cárcel. El resto de su corta vida (murió a los 52 años un asilo para homeless de San Francisco) lo pasó malviviendo en la calle, prostituyéndose, enganchada a las drogas y entrando y saliendo de instituciones mentales para mujeres con largos historiales de abusos que agudizaron su enfermedad mental.

Su vida, abyecta y descarnada como su escaso legado, dejó poco rastro. Sin embargo, 50 años después de aquel intento de homicidio, desde ensayos hasta artículos, biografías como la de Breanne Fahs y series de televisión como American horror story siguen desenterrando la memoria de aquella mujer para intentar ver más allá del cliché y recomponer una compleja personalidad a la que la enfermedad, la marginación y el desdén acabaron devorando.

El caso es que la historia pública de Solanas empezó y acabó aquel 3 de junio, cuando atacó a Warhol en el cénit de un episodio maniaco: creía que el artista se había quedado con su obra de teatro y estaba convencida de que su editor, Maurice Girodias -que ya publicaba a malditos como Vladimir Nabokov y Henry Miller y al que la escritora había conocido en la calle, vendiéndole una copia autoeditada de Scum-, le había robado los derechos de su obra (en realidad, no iba tan desencaminada: jamás vio un céntimo). Por entonces, Solanas tenía 32 años y un historial tremendo a sus espaldas: tras una niñez marcada por los abusos sexuales del padre y las palizas del abuelo, escapó de casa siendo aún adolescente, poco antes de quedarse embarazada y dar al bebé en adopción.

Más tarde fue una alumna brillante de psicología que se graduó a base de becas y estudió durante años los impulsos neuronales de los ratones hembras. Vivía abiertamente como lesbiana cuando pocas aún lo hacían, y dejó colgados los estudios de posgrado para viajar por el país. A partir de entonces, empezó a sobrevivir como pudo: mendigaba, vendía su manifiesto ciclostilado y cobraba dinero a cambio de charla o sexo. «Era tan extrema y radical que incluso los que vivian en el límite pensaban que era extraña y la rechazaban», dice su biógrafa, que dedicó 10 años a intentar descifrar el enigma Solanas, un acertijo que en su momento incomodó a los círculos feministas -ansiosos por distanciarse de aquel personaje que, creían, deslegitimaba su discurso- y al mundo del arte, cuyo elitismo, sexismo y vacuidad ella había pateado de lo lindo.

Quien primero empezó a ver donde hasta el momento nadie había mirado fue la escritora feminista Vivian Gornick. El editor Girodias le encargó en 1971 el prólogo de la segunda edición del manifiesto y ella se negó: «Entonces pensábamos que Solanas era una loca; no queríamos ser confundidas con quien gritaba que los hombres son un aborto».

Mil dólares

Pero cuando Girodias subió la oferta a mil dólares -¿quién podía negarse?-, Gornick accedió a leerlo: «Y al hacerlo pensé que era la obra de un genio». Con la escritora de guía, miles de lectoras se adentraron en el boscaje de Scum, que viene a significar escoria en inglés y es el acrónimo de Society for Cutting Up Men (algo así como sociedad para destrozar a los hombres), un texto a priori fácilmente ridiculizable porque propone el exterminio de los señores por «opresores y minusválidos emocionales».

Más allá de la discusión que aún sigue sobre si este artefacto protopunk es satírico, va en serio o todo a la vez, Gornick describió así lo que encontró al otro lado de la alambrada, cuando las dimensiones de las violencias contra las mujeres y el asfixiante machismo aún estaban lejos de formar parte de la conversación general. «Scum es la voz de una criatura de nuestra época, perdida y herida. Una voz salvaje y glacial, cruel, una voz situada más allá de la razón y de la decencia burguesa -escribió en 1971-. Desde este estado de ánimo, Solanas revela los auténticos sentimientos de la feminista, que están regidos por una rabia atroz, una rabia que no todas las mujeres se han atrevido a descubrir en su interior. Y al hablar directamente al centro de esta conciencia, encuentra un terreno favorable, un mar de resentimientos que constituye una amenaza diaria capaz de encresparse y romper contra la sociedad».