Si tuviera que definir en una sola frase la enseñanza última que esconden todas las distintas corrientes filosóficas, usaría la expresión latina nosce te ipsum (conócete a ti mismo), pues sin duda es el eje central sobre el que se fundamenta la ingente balumba de las distintas escuelas de pensamiento, desde las prístinas filosofías orientales y griegas hasta las postrimeras de la sociedad actual.

No es casualidad que persona en griego signifique «máscara» (prósopon), pues la salida del individuo a la sociedad exige la imposición de algo ajeno a sí, algo que se le impondrá y que hará suyo sin ser siquiera consciente, pero que después le tomará toda una vida de esfuerzos ímprobos y búsqueda denodada para llegar a atravesar esa linde, esa capa rayana que separa quien uno cree que es, de quien de verdad es. El hombre se ve obligado a mentirse a cada momento, y muchas veces sin ser consciente de ello. Y así como mentir a los demás resulta fácil, y en ocasiones provechoso -como quien vive con ínfulas de calandria-, mentirse a uno mismo siempre sale caro, pues iremos viviendo una vida que no es la nuestra, para llegar a una muerte que sí nos pertenece. «La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir», reza una de las máximas de Jung.

Y es que hay dos tipos de personas, las que viven en lucha continua por conocerse a sí mismas, y el resto. Incluso cuando se intenta vivir a través de otro, por ejemplo, cuando se relega la existencia a un amor filial o de coyundas, hay que saber quién es uno. Como decía Ayn Rand, hasta para decir «yo te amo» hay que saber decir «yo». El problema viene en que evitamos el encuentro con nosotros mismos, y nos vamos dando esquinazo un día y otro. Pero ya se sabe que nadie puede huir de su propia sombra, por mucho que uno corra. «Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas», escribía Neruda.

Todas las desdichas del hombre derivan del hecho de que no es capaz de estar sentado tranquilamente, solo, en una habitación, sentenciaba Pascal; porque en ese momento tiene que enfrentarse a una presencia umbrátil que va más allá del ego y que constituye lo que realmente uno es, y claro, se resistirá como gato panza arriba, usando los subterfugios y andróminas necesarios antes que darse cuenta de que nosotros mismos somos los culpables de la mayor parte de los males que nos acucian. «Soy el cuchillo y la herida», sentenciaba Baudelaire.

Memoria (pasado) e incertidumbre (futuro), son las dos grandes cuentas pendientes que tenemos con nosotros mismos. Pero uno puede ir derrumbando cada una de las supuestas verdades que nos contaron, como que el pasado no puede cambiarse. El pasado varía de igual manera que cambiamos nosotros, pues la percepción de aquello que sucedió ayer depende de quienes somos hoy, y no de quien éramos entonces. Y así, lo que se tornaba lacerante y mordaz, hoy queda lenificado a simple anécdota o experiencia vivida. Otra de las grandes angustias del hombre la constituye la sensación de desamparo ante el futuro. Kant decía que la verdadera valentía de un hombre se mide por la cantidad de incertidumbre que es capaz de soportar; con amor y sin odio, me gusta añadir a mí, pues aceptar que no estamos aquí para ser felices sino para luchar por serlo, nos asegura que nadie podrá arrebatarnos nuestro destino. Quien solo se encuentra bien cuando es feliz, se encuentra en una situación de indefensión e inestabilidad continuada, a merced de cualquier vaivén del destino. «He sido un hombre afortunado en la vida, nada me fue fácil», sentenciaba Freud, aludiendo a que la misión final de cada uno de nosotros es encontrar nuestra particular lucha, y ser conscientes de que sólo en ella podemos terminar entendiendo realmente, quiénes somos.

Otra de las ideas nefandas que se nos impone, junto con la máscara social, es que en la vida no hay nada superior a saberse amado. ¡Qué villanía y sentimiento cainita someternos al ego!, cómo cambia la vida cuando uno se da cuenta de que no hay nada superior a amar, mucho más que saberse amado. «La belleza de las cosas existe en el espíritu de quien las contempla», decía Hume. Por eso el amor de una madre es siempre superior al de un hijo, por muy alto que sea el de éste.

Termino ya, recordándole que todos los cementerios están llenos de gente que se consideraba imprescindible, y claro, sufrir porque dentro de cien años no estaremos aquí, resulta tan pueril como llorar porque hace cien años no estábamos. Saberse muerto comparado con la escala de la eternidad del universo, libera al hombre de pensar en que va a morir y le permite pensar en el comienzo de la vida. Porque, como decía Marco Aurelio, nadie pierde otra vida

que la que vive, y no vive más vida que la que pierde, aunque viviera tres mil o treinta mil años.