A lain Delon no pasa por su mejor momento. Lleva los últimos cinco años sufriendo con todo tipo de achaques propios de la edad (nació en Sceaux, Altos del Sena, en 1935) y parece que lo encajaba todo lo mejor que podía hasta que la muerte de la actriz Mireille Darc, el pasado septiembre, con la que había vivido entre 1968 y 1984 y a la que consideraba la mujer de su vida, lo hundió en una profunda depresión. Para colmo de males, dos semanas después del fallecimiento de Darc, Delon tuvo que ser operado con urgencia de una afección coronaria. Dicen que sigue deprimido y con ganas de morirse, lo cual tampoco es de extrañar, ya que eso es algo que le sucede a gente mucho más joven que él al comprobar la capacidad de hostilidad o aburrimiento de la existencia humana. Ya decía el cenizo de Thomas Bernhard que, a partir de los 50, más valía morirse, pues todo era repetición, rutina y tedio. Fiel a sus ideas, el escritor austríaco consiguió reventar a los 53. La mayoría de la gente, por el contrario, prefiere apurar la vida hasta el amargo final, aunque sea despotricando constantemente. A Delon le ha dado por deprimirse, y no seré yo quien se lo eche en cara: ¿qué hace a los 82 años un tipo que ha basado toda su existencia en la seducción?

Alain Delon nunca ha sido un gran actor. A uno no le viene a la cabeza ninguna interpretación memorable. Se limitaba a cumplir, consciente de lo guapo que era y de que lo suyo consistía más bien en ser una presencia (Juan Marsé se imaginó al Pijoaparte de <i>Últimas tardes con Teresa</i> con sus rasgos). Tuvo suerte con los papeles que le cayeron: fue el primer Ripley de las novelas de Patricia Highsmith en <i>A pleno sol</i> (1959), de René Clément; puede que su mejor interpretación, entre lo contenido y lo inexpresivo, se la proporcionara Jean Pierre Melville con <i>El silencio de un hombre</i> (1960); Luchino Visconti le dio dos oportunidades de oro: <i>Rocco y sus hermanos</i> (1960) y <i>El gatopardo </i>(1963); Jacques Deray le proporcionó un éxito de crítica, <i>La piscina</i> (1969), y otro de público, <i>Borsalino</i> (1970). La última vez que se le vio en una pantalla fue en el 2008, interpretando a Julio César en <i>Astérix y los juegos olímpicos</i>, y ese mismo año se despidió del teatro, en compañía de Anouk Aimée, protagonista de la célebre película de Claude Lelouch <i>Un hombre y una mujer</i>, con la función <i>Cartas de amor</i>.

Nada blando

Pese a su físico agraciado, dulce y algo femenino, no era precisamente un blando. Durante los años 60 y 70 corrieron multitud de historias sobre una adolescencia de gamberrismo, sobre un posible paso por la Legión Francesa y sobre su tendencia a cultivar amistades un tanto turbias (en la línea de las cosas que Gérard Depardieu, menos pudoroso, no ha tenido empacho alguno en contar personalmente). Siempre ha sido un tipo muy de derechas y se le conocen algunas declaraciones en las que afirmaba sentir un gran respeto por Jean Marie Le Pen. Pero el rasgo principal de su carácter, que él mismo cultivó con mayor empeño que la interpretación, fue su condición de seductor contumaz, que le proporcionó algunos logros de gran mérito (pensemos en Brigitte Bardot, Anne Parillaud, Dalida o nuestra Bárbara Rey, gran devota de la realeza del cine y de la otra). El principal, en mi modesta opinión, es haber estado unos años con una de las mujeres más atractivas de todos los tiempos, Romy Schneider, la emperatriz Sissí que no consiguió mostrarse como la gran actriz que era hasta que Andrzej Zulawski le ofreció, a principios de los 70, el papel protagonista de la conmovedora <i>Lo importante es amar</i>. Cualquiera que haya visto <i>La piscina</i> notará que saltaban chispas entre ellos.

En 1964, Delon se casó por primera y última vez en su vida. La elegida fue una joven actriz francesa nacida en Marruecos y llamada Nathalie Cánovas (apellido que cambió rápidamente por el de su flamante marido). La cosa duró unos cuatro años y dio tiempo a fabricar un hijo, Anthony. En 1987, tras una larga etapa con Mireille Darc, Delon se une a la modelo holandesa Rosalie Van Breemen, con la que tiene otros dos hijos y de la que se separa en 2002. Puede que su amante más peculiar y poco previsible fuese la modelo y cantante alemana Nico, a la que conoció antes de que ella entrase a formar parte de The Velvet Underground, la banda de Lou Reed y John Cale apadrinada por Andy Warhol. Formaban una pareja extraña, el seductor francés y la teutona depresiva, pero tuvieron un hijo, Christian. al que Delon no reconoció jamás por motivos que solo él conoce. En cualquier caso, cuando Nico reventó en Ibiza hace unos años, nuestro hombre no se deprimió como con Mireille Darc; más bien guardó un silencio muy relevante.

Pasado estimulante

Delon ha rodado un montón de películas. La mayoría pueden ser ignoradas tranquilamente, pero hay unas cuantas obras maestras por ahí en medio, sobre todo al principio de su carrera. El acercamiento de Volker Schlöndorf a la obra de Marcel Proust, <i>Un amor de Swann</i> (1984), puede que no lo fuese, pero ver a Delon, el gran seductor heterosexual, interpretando al más que ambiguo barón de Charlus tenía su gracia (en los años 60 corrieron rumores sobre la posible homosexualidad de Delon a partir del interés de Visconti por él, rumores que el actor nunca se molestó en desmentir o confirmar).

A veces basta con una presencia para triunfar en el cine. Fue suficiente para Gary Cooper o Robert Mitchum, y lo fue para el señor Delon. Pese a hacerse ciudadano suizo en 1999 -a efectos financieros, según parece-, Francia le concedió la Legión de Honor en 2005. Puede que esté en las últimas, pero su pasado es mucho más estimulante que el de la mayoría de los seres humanos que conozco, incluyéndome a mí mismo. Creo que, si yo hubiese llegado a mantener una relación sentimental con Romy Schneider, llegaría a carcamal con grandes cosas que recordar y me iría a dormir por la noche convencido de tener unos sueños maravillosos. Lástima que haber tenido una gran vida -incluyendo haber alcanzado la condición de estrella sin ser un gran actor- no le sirva a Delon para salir de su melancolía y encajar con serenidad su ocaso.