En tiempos de sobreinformación y tráileres exhaustivos, hemos visto cada filme antes de poner el pie en la sala o pulsar el play. Eso puede ser pernicioso con una película de M. Night Shyamalan y también con un documental como Icarus, más retorcido en su secuencia de acontecimientos que cualquier thriller reciente. Empieza como un Super size me del dopaje ciclista (el director y prota, Bryan Fogel, se propone comprobar en primera persona su efectividad y si cuesta superar controles), pero, tras la aparición de un antiguo director del laboratorio de análisis de Moscú, deviene algo más grande, complicado y multifacético.

Estamos ante un extraordinario trabajo que no obstante se llevó el domingo pasado el Oscar al mejor largo documental. Para muchos, el galardón de la Academia de Hollywood ha sido en el fondo un premio a la lucha contra el dopaje. En Rusia, sin embargo, la notoriedad que ha adquirido Icarus ha caído como un jarro de agua fría y muchos políticos rusos han puesto en duda su credibilidad. El premio «estuvo motivado políticamente», señaló, por ejemplo, el presidente del comité de deportes en el Parlamento ruso, Mijail Degtiariov.