Primero, las presentaciones. Silvia Rubí, Anneke Necro e Irina Vega son actrices, productoras y directoras en el gremio del porno. Y, en una conversación triangular, se avienen a descorrer las cortinas de un sector cuyo mascarón de proa -el llamado Valle del Porno, en California- ha visto cómo en los dos últimos meses fallecían cinco de sus estrellas. Como saben, un suicidio, dos sobredosis, una infección letal y otra muerte aún por esclarecer han encendido en EEUU las luces de emergencia sobre las muescas físicas y emocionales de una industria inestable, devoradora y precarizada que arrastra un estigma social que no ha hecho más que endiablarse con las redes sociales. «Sí, esto puede ser una profesión de alto riesgo», admite Silvia Rubí. «Sobre todo si eres muy joven, vas sin coraza y no eres consciente del mundo en el que te estás metiendo».

Y sigue así: «Estas chicas, jovencísimas, seguramente grabaron 100 escenas en un año, algo que yo he hecho en 10. Y cuando la cosa va tan rápido, cuando lo haces todo en tan poco tiempo y eres vulnerable, el batacazo puede ser enorme». Silvia, de 30 años, empezó en el porno hace 10. Aquí, pues, una «veterana». Cursaba bachillerato científico y quería estudiar imagen. Para ello, recuerda, debía desandar el camino, y ya llevaba dos cursos repetidos. «Por entonces ya había trabajado de cajera -explica-. Era sexualmente activa y siempre me ha gustado exhibirme, así que me presenté a un casting para una película erótica y me cogieron». Tras un tiempo de prueba, decidió que aquello que en principio se había tomado como «un divertimento pasajero, podía darle recorrido».

Sin embargo, cuando mira atrás, más que una década, parece haberse pulverizado un siglo. En este tiempo, recuenta, el sector ha vivido el declive de las películas -«ahora se graban escenas»- y las ventas de DVD, y ha asistido a la furiosa eclosión de las cámaras web que permiten el sexo interactivo y de las plataformas de porno mainstream gratuito que, según su compañera Anneke, «han destrozado la industria». «Antes, era medianamente rentable, pero los primeros perjudicados -afirma- han sido las actrices y los actores». Se cobra menos -entre 200 y 700 euros la escena- y las tarifas van aumentando según el «nivel de requerimientos físicos». Y cada cual, coinciden, se las apaña por su cuenta, tanto por lo que respecta al caché como a las «situaciones de desamparo».

«Estamos absolutamente desprotegidas -sigue Anneke-. No tenemos ningún convenio que regule ni el salario mínimo ni lo que podría considerarse legal o abusivo. Además, tampoco contamos con ninguna organización que nos pueda representar ni ante la que podamos acudir en caso de abuso». Está claro que no en todas las productoras ondea la bandera pirata. Aun así, la lista de agravios que con el tiempo ha ido recopilando el sector es larga. Por ejemplo. Demasiado a menudo, no son dadas de alta; los derechos de imagen se ceden «a perpetuidad» por contrato, y, en ocasiones, cuando llegan al set de rodaje, hay un cambio de planes.

Para siempre en la red

Cambio de planes es que lo que en principio iba a ser una escena heterosexual puede convertirse en un trío o en una orgía. «No es un sector claro. A veces, al llegar al set, dan esa vuelta de tuerca, y muchas chicas, sobre todo las más jóvenes, no se atreven a quejarse o a negarse porque se cobra al final y porque no quieren que se les cierren las puertas -explica Silvia-. Ellas llegan ilusionadas, pensando que van a ganar dinero fácil; ruedan dos escenas con actores famosos; lo dejan a la tercera cuando ven de qué va el asunto, y su imagen queda para siempre en la red. Yo les insisto en que nunca hagan nada a disgusto y, sobre todo, que, si necesitan dinero, no opten por un camino con este nivel de exposición. Con ellas, el sector siempre tiene caras nuevas, pero cuando vuelvan a su barrio todo el mundo las reconocerá, y todo por cuatro duros».

¿Han vivido alguna situación denunciable? Irina Vega sí. Les cuenta: el encargado en España de una plataforma de webcams en la que trabajó la acosaba y, cuando lo denunció a la compañía, la expulsaron a ella, aunque finalmente acabaron echando al empleado y la empresa hizo un training antiabusos -como leen- para sus trabajadores. «Yo una vez -añade Anneke-, trabajando de estilista en un rodaje, quise parar una grabación. Era una chica muy joven, del Este, que debía de estar rodando por primera o segunda vez. Primero debía grabar solo con un chico y, luego, apareció una segunda actriz que se sumó a la escena. En un momento dado, aumentó la agresividad, la cogieron del cuello y la chica empezó a llorar. ‘¡Corta esto!’, grité. Pero el director me mandó a paseo. Aquello, me dijo, ‘iba a vender un montón’. Me sentí fatal. No supe qué hacer. No volví a trabajar con ellos. De hecho, desde entonces, vigilo mucho con quién lo hago».

Que nadie piense, dicen las tres, que se puede vivir de las escenas. Al menos, no ellas. «Como actriz, no tendría ni para baguettes», dice Anneke. Pero trabajando delante y detrás de la pantalla, en su caso combinando con la producción, la dirección y los estilismos, «se puede sobrevivir». Un mal mes puede ser que no ganes nada. Otro puedes llevarte 1.500. Si hay suerte -mucha, de tamaño pelotazo- puedes llegar hasta 6.000. La inestabilidad, pues, es un motivo de «estrés». Y también la salud, por lo que Silvia añade a la lista de cambios urgentes el uso del preservativo. «El acuerdo es que en los rodajes se exigen análisis con una caducidad de 15 días. Pero en dos semanas pueden haber pasado muchas cosas, y las ETS (enfermedades de transmisión sexual) son una preocupación constante».

Acoso y estigma

A Silvia, decíamos antes, le gusta trabajar en el porno. Desde que lo hace, dice, se ha vuelto más amable y paciente. Irina, por su parte, también se siente cómoda trabajando con la sexualidad. Viaja. Conoce gente. Y logra recursos para financiar sus propios proyectos. Su web. Sus producciones. Pero ¿saben? Las tres están de acuerdo en que el acoso en las redes -que por otro lado se han convertido en un fabuloso escaparate- puede ser asfixiante. A veces, explican, sus cuentas se convierten en escupideras de tamaño XXL. Les insultan. Les envían fotos de penes. Decenas de fotos de penes. Y comentarios -«incluso de niños de 13 años», dice Irina- a propósito de todo lo que les gustaría hacerles. Irina y Silvia lo van «llevando». Incluso replican customizando los penes remitentes. Pero a Anneke le afecta más. «La palabra determinante es consentimiento. Sí, yo he accedido a grabar una escena en lugar de estar doblando camisetas en el Zara, pero eso no le da derecho a nadie a no tratarme como a una persona, a no entender que tengo una vida más allá del porno. La pantalla envalentona y mucha gente se cree con derecho a todo. A meterse contigo. A vejarte. Internet es la vida real. Y toda esa basura la acabas llevando todo el día encima».

El estigma, convienen, es una carga pesada. Alguna mirada al entrar a un bar. Madres que se sienten las apestadas del colegio. Si elevan alguna queja laboral, la respuesta más oída es: «Tú te lo has buscado, habértelo pensado antes». O: «¿Por qué no lo dejas ya?». A menudo también encajan las críticas de la facción del feminismo favorable a abolir el trabajo sexual en tanto en cuanto, argumentan, mercantiliza el cuerpo de las mujeres, aprovechándose de la precariedad, y lo proyecta como algo siempre accesible y disponible. Ellas, por su parte, insisten en que trabajan en lo que quieren o pueden. Y que la clave es el consentimiento. El debate es complejo e intenso. «El asunto del estigma -admite Anneke- me ha llevado a tener un pequeño círculo de amistades. Y también ha creado momentos de tensión en mi familia, que es muy de izquierdas. Ahora todo está más tranquilo, pero alguna vez me dijeron que trabajaba para el enemigo».

Hacia otro porno posible

Anneke, de hecho, solo trabaja en el llamado porno feminista, género que «paga de forma aceptable» y que en los últimos años ha hackeado con otros cuerpos y deseos ese imaginario «falocéntrico», violento y denigrante para las mujeres que demasiadas veces representa el mainstream, cada vez más endemoniado. Ahora, y coinciden en el diagnóstico, lo que se lleva en el género convencional son chicas muy jóvenes, «y por tanto muy reemplazables», con cara aniñada y sin tatuajes que aparecen en actitud sumisa con tipos, a menudo en grupo, de tamaño-armario. «¿Significativo, verdad?». Coinciden las tres que este tipo de porno se ha convertido en una especie de refugio donde muchos hombres consumen misoginia y «fantasías de dominación». «Los estereotipos no los crea el porno, sino que el porno es reflejo del machismo», opina Irina. Ella y Silvia, que militan sobre todo en el porno alternativo, no ruedan, por ejemplo, escenas con roles o imaginarios que les desagraden. «Si propongo cambios y no los aceptan, no trabajo. No quiero participar en algo que critico», añade Silvia.

Pero otro algo que también urge cambiar, según Anneke, es la forma de consumo. «Se debería dejar de mirar pornografía de forma compulsiva y buscando el efecto inmediato, y optar por un porno más ético. Si te das cuenta de que detrás de una escena puede haber abuso o dolor, denúncialo, repórtalo. También resultaría saludable que se explicaran las escenas y que, por ejemplo, antes y después de la grabación, pudiéramos ver a los actores contando qué les gusta y qué no, y cómo han vivido el rodaje».

El porno, subraya la performer, es ficción y su vocación no es educar. «Nadie piensa que han vuelto los dinosaurios por ver Jurassic world, ¿verdad?». Sin embargo, sí considera que sus mensajes van permeando y normalizando roles y prácticas tóxicas. «Y por eso te acaban agarrando del cuello sin previo aviso y sin consensuar nada, y piensan que es lo normal, que a todas nos gusta». Ella, que cree que muchas veces quienes más porno ven luego peor se desenvuelven en el sexo, también asegura que se dedica a este género porque puede ser «una herramienta muy transformadora». Y lo explica en estas coordenadas: «Yo creo en el poder de la pornografía para cambiar la sociedad. La consumimos en momentos de ocio, cuando hemos bajado la guardia, y así es mucho más fácil que cale el mensaje. De ahí también lo peligroso, cuando los imaginarios son dañinos. Sin embargo, creo que si el feminismo se acerca más al porno, a un porno ético, en términos de sexualidad habrá grandes cambios». Ya ven que las batallas políticas también se libran en ese punto ciego que es el deseo.