La fotografía de Terry Richardson tiene algo de paseo funambulista por el filo de la navaja, una mirada cruda, provocadora y casi siempre sexualmente explícita. El maquillaje escasea y también los filtros o la sobreproducción que suele vestir la estética del glamur, el pastoso concepto que inunda revistas y anuncios de televisión. Sus imágenes sugieren noche, travesuras y excesos. Son descarnadas como una mala resaca. Obscenas como una versión para todos los públicos de un concierto de G.G. Allin. Y, a veces, denigrantemente sexistas. Evocan transgresión e incorrección política, el motivo seguramente por el que Richardson se convirtió en uno de los fotógrafos fetiche de la industria de la moda, las estrellas del cine y de la música. Un estatus que se está yendo ahora rápidamente al garete.

‘Omertà’ corporativista

Posiblemente nada hubiera sucedido -o tal vez, sí- de no haber generado tanto revuelo el caso de Harvey Weinstein, el endiosado productor de Hollywood al que numerosas mujeres han acusado de abusos sexuales y violación. La omertà corporativista se ha roto, al menos temporalmente, y el #MeToo (Yo también) ha irrumpido en las redes sociales como una catarsis colectiva de muchas que hasta ahora no se atrevieron a hablar de sus experiencias denigrantes o directamente criminales de las que han sido objeto. En el caso de Richardson han sido sus clientes los que han dado el paso ante el runrún que desde hace años le persigue y el nuevo clima de supuesta tolerancia cero que se ha impuesto hacia ciertos comportamientos.

Condé Nast International, la editora de Vogue, Vanity Fair, GQ o Glamour fue la primera en airear que dejaba de trabajar con el neoyorquino de 52 años. «El acoso sexual en cualquiera de sus formas es inaceptable y no será tolerado», dijo su subsidiaria americana. Al plante se han sumado la histórica ‘Harper’s Baazar’, uno de los mejores clientes de Richardson, o el Wall Street Journal, que en septiembre publicó uno de sus últimos trabajos en la revista W. Marcas como Bulgari, Valentino o Diesel han hecho lo propio con el que era hasta ahora uno de los talentos con más caché de la industria, con unos honorarios que rondarían los 160.000 dólares al día, según se ha publicado.

Richardson nunca ha ocultado sus pulsiones. Durante años ha cultivado con orgullo una reputación de libertino indomable, o de pervertido insaciable si se prefiere, sin importarle aparentemente que le describieran como «el secreto más vergonzoso de la moda» (‘The Guardian’) o «el notorio cerdo fotógrafo de moda» (‘The Village Voice’). El sexo era parte de su arte. En sus campañas de moda retrató a modelos abiertas de piernas, simulando felaciones con plátanos y ubres de vaca u orinando sobre la nieve. Él mismo les pedía que le llamaran ‘tío Terry’, y era de dominio público que se desnudaba a menudo al fotografiarlas. Uno de sus trabajos más extremos, ‘Kibosh’, es un libro de más de 300 páginas explícitas que puede leerse como un monumento a su pene. «Es el trabajo de mi vida», llegó a afirmar.

Frente a la prensa, no disimulaba. Decía lo que otros practicaban o conocían, pero callaban. «No se trata de a quién conoces, sino a quién se la chupas. Por algo tengo un agujero en mis vaqueros», dijo en una entrevista. O «yo fui un chico tímido y ahora soy este tipo poderoso y empalmado que domina a todas estas chicas».