De un tiempo a esta parte, más de 11 años ya, los Reyes Magos no me vienen de Oriente sino de México. Se pasan por el DF para encontrar, reposados o añejos, mis habanos y mi tequila. Los puros y la bebida del agave conforman junto a la colonia Atkinson mi triángulo entrañable de las Navidades, algo que espero con la ilusión del primer día, aunque siempre sea igual pero no lo mismo.

Quiero suponer que con segundas intenciones los Magos me han traído este 2018 unos artesanales robustos mexicanos que llevan por nombre el significativo ‘Te-amo’ y, junto a la declaración de amor, la advertencia de que la exposición a sus efectos daña la salud. Y, no contento con el aviso, la autoridad me amenaza con que Te-amo aumenta el riesgo de osteoporosis, enfermedad que debilita los huesos y sube la posibilidad de fractura, algo que a mí, cojo de toda cojedad, debería suponer reprimenda.

Que querer duele ya lo dijo Teresa de Calcuta: «El verdadero amor es aquel que nos causa dolor», aunque concluyó también con que a la vez da alegría. El Papa Francisco cree, y todos por tanto con él, que aquello que pesa más de todas las cosas es la falta de amor; pesa no recibir una sonrisa, pesan ciertos silencios, sin amor el esfuerzo se hace más pesado, intolerable.

El hincha de San Lorenzo me resume Te-amo en tres palabras mágicas: permiso, gracias y perdón (que a veces es la más difícil, pero necesaria) y he llegado a la conclusión de que el amor ennoblece, más allá de la genética, y que cuanto más cariño recibo, sea de México o de Cardiff, más feliz soy (somos).

Recuerdo que la verdad nos hace libres. Vale, libres sí, ¿pero felices? Para eso hace falta algo más, ese Te-amo que aspiro arrebolado pensando en ese instante, que no volverá, en el que Magos y Magas decidieron traerme sus regalos amarraditos a su cariño.