La otra noche vi “La princesa prometida” de Rob Steiner, pe-li-cu-lón que, a mi modo de ver se ha convertido en un clásico entre los clásicos y aunque aparenta (esto lo dicen mucho en Don Benito) ser suavita, nada más empezar gana en interés y la inteligente mezcla de cuento clásico con piratas, magos, espadachines, malos de remate (inconmensurable el de los seis dedos) y buenos de corazón (el gigante André está de óscar) todos ellos inmersos en un guion sublime de W. Goldman y con música del Mark Knopfler de sus buenos tiempos, logran una película que no envejece, sobrevive a los años, por eso es una obra maestra. Bien los actores protagonistas y excelentes los secundarios en una historia nada aburrida de aventuras, misterio, poesía, humor, mucho humor y amor, mucho amor (ese “como desees” que significaba “te amo”). Como no importa, les destripo la trama: Un niño enfermito y aburrido de video juegos (no me digan que no es actual la cosa) acepta a regañadientes que su abuelo le empiece a leer un cuento, “Cuando yo era joven, los juegos se llamaban libros”. Al poco, como a mí la película, el cuento le entretiene, cautiva, seduce, tanto que no puede parar... Es lo que tienen las grandes narraciones y los buenos narradores. De remate, casi al final, escena de Iñigo de Montoya, repitiendo una vez más “Mi nombre es Íñigo de Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir”, magistral toma de cine que a mí me recuerda esa ranchera mexicana que alude a “lo bonita que es la venganza cuando Dios nos la consiente”, barbaridad a la que cada vez le encuentro más sentido (aunque Dios castiga sin espada ni palo). Está tan bien hecha la película que no te importan las exageraciones, por ejemplo la máquina que te quita años de vida, porque el niño que llevamos dentro y el adulto que va por fuera en cuanto acepta las convenciones, consigue maravillas. Como el amor verdadero de los protagonistas, que todas las cosas iguala. La película termina como debe: dándole el chico cien besos a la chica, en uno solo.